Verano, el paraíso de la infancia

Alejandra Sáenz. Retrato de una niña de perfil con planetas orbitando a su alrededor

Alejandra Sáenz

El verano es el paraíso de la infancia. Un paraíso al que de adultos nos gustaría regresar.

Mañanas de estar a remojo, a cubierto del calor, tardes de indolencia, risas y aburrimiento y entremedias el juego. Ese juego libre que solo se disfruta de niña, sin normas ni juguetes, sin adultos y con amigos. Ese juego de verdad, luego perdido, que se recuerda con cariño y al que se mira desde la madurez con la condescendencia de haber sobrevivido y aprendido.

Porque eso es el juego: aprendizaje, fuente de autoconocimiento, creatividad y descarga de tensiones.

Todos los niños de todas las edades juegan. A través del juego el niño explora el entorno, desarrolla sus sentidos, reconoce sus capacidades y sus limitaciones, busca a otros para compartir experiencias, imaginación y riesgos. Aprende sobre sí mismo, sobre los otros y sobre el mundo.

En los primeros meses de vida el bebé aprende a sentir el mundo y a controlar su cuerpo. Un recién nacido ve, oye y tiene tacto, pero sus sentidos no tienen aún la finura ni la capacidad de discriminar estímulos que llegarán a tener, tampoco entiende lo que percibe. Un recién nacido puede moverse, pero no tiene aún la fuerza, la coordinación ni la armonía de movimiento de que es capaz el cuerpo humano maduro. Mientras el bebé desarrolla sus sentidos, perfecciona el control de su cuerpo, lo uno facilita lo otro. Es por eso que para el bebé el juego es esencialmente exploratorio. El mundo está lleno de estímulos que significan cosas que aún no comprende, necesita dominar esos estímulos y controlar su cuerpo para explorar y comprender. Y mientras aprende a interactuar con su entorno, su cerebro se desarrolla y madura con la adquisición de estas nuevas habilidades.

Hacia los dos años, cuando el lenguaje empieza a aparecer y con él un pensamiento cada vez más elaborado, el juego alcanza una nueva dimensión. Los objetos ya no son instrumentos que golpear para conocer su sonido, que chupar para descubrir su textura, que mover para observar sus dimensiones, que sacar y meter de cajas para comprobar su permanencia. Los objetos cobran sentido, tienen una función, significan cosas y se pueden compartir… Sin duda es más divertido tirar la pelota y que me la devuelvan que tener que ir a buscarla.

A medida que el niño va dominando el lenguaje, mejor puede compartir sus pensamientos. Con el lenguaje se desarrolla la memoria, la imaginación fluye. Es el momento de descubrir al otro, a los otros, de jugar para aprender a entender otras percepciones, simbolismos, imaginaciones, memorias, ideas… Crear vínculos de amistad indestructible. Es «el juego», es infancia en estado puro.

Sveta Dorosheva. Dibujo de una niña buceando.

Sveta Dorosheva

Seguro que sabes a lo que me refiero, me refiero a jugar. No a la simple actividad física que define a la infancia, tampoco al juego estructurado que supervisan los adultos, me refiero a eso que tú y yo recordamos como «jugar».

Explorar en pandilla las rocas a la orilla del mar en busca de “animales exóticos” y construirles un castillo en la arena para jugar a dragones y princesas. Pintar los mandos de una nave espacial sobre embalajes de porexpán y decidir luego quien es el capitán. Inventar juegos de pilla-pilla con normas nuevas. Enfadarse porque tus amigos han hecho trampas, reconciliarse porque es tu amiga y da igual. Ponerse hasta arriba de barro para rescatar un gorrión que se ha caído del nido con la tormenta. Llenarte los bolsillos de piedras bonitas hasta agujerear los pantalones. Hacer carreras a ver quién sube más rápido a un árbol… Y todo “a escondidas” de los adultos que no te dejan hacer nada porque te pica un cangrejo, la basura tiene bichos, no hay que pelearse, se estropea la ropa, te vas a caer y «¿para qué quieres tantos juguetes si no juegas nunca con nada?»…

El juego es fundamental para el desarrollo físico, cognoscitivo, emocional y social del niño. El juego estructurado por el adulto es la ocasión perfecta para reforzar los vínculos entre padres e hijos, padres presentes que inculcan valores –honestidad, generosidad, decencia, perseverancia, compasión…– que luego servirán, a esa infancia de juegos inventados al aire libre, para organizar el juego, para explorar las relaciones con otros, para construir experiencias que serán el andamio de futuros adultos.

Padres presentes en el ocio de sus hijos, que les ofrecen orientación para comprender como es el mundo a través de los valores y las creencias de sus adultos. Pero que a la vez valoran mucho el juego libre, el tiempo libre del verano. Sin obligaciones ni horarios. Sin exceso de actividades «para niños», con tiempo también para estar solo, para la pausa, la lectura, el uso de pantallas, de actividades que inviten a la reflexión y al autoconocimiento. Ninguna herramienta es inapropiada para aprender, es el uso que se hace de ella lo que la convertirá en buena o mala para los intereses del niño.

Miyuki. NIña navegando en un cisne de papel

Miyuki

El ritmo del curso escolar, las actividades extraescolares, la competencia por ser el mejor, de prepararse para el futuro –incluso desde la guardería–, la comercialización del ocio –talleres para niños, juegos con pantallas, el deporte o el arte como obligaciones…–, la dificultad de los progenitores para compaginar su trabajo con la vida familiar… Son factores que contribuyen a un fenómeno nuevo, la ansiedad, el estrés y la creciente depresión infantil. Es obligación de los padres preparar a los hijos para ser adultos independientes, pero es también necesario vivir y disfrutar del presente con ellos, en su compañía, jugando y contando con ellos para hacer cosas juntos a pesar del escaso tiempo libre del que disponen muchos progenitores.

En un mundo cambiante, trepidante, en el que lo que hoy es puntero e imprescindible en unos pocos años será obsoleto e innecesario, muchos padres se sienten inseguros por la imposibilidad de saber qué habilidades necesitarán sus hijos en el futuro para desempeñar su trabajo. No se equivocarán si eligen actividades que fortalezcan la pertenencia y el vínculo familiar, el afecto y la confianza, porque contribuirán a desarrollar en los niños la seguridad en sí mismos, potenciarán su autoestima y su dignidad y les permitirán reconocerlas y respetarlas en los demás. De esta manera las actividades organizadas por adultos tienen un impacto positivo en el neurodesarrollo de los niños.

Pero insisto en la importancia de cuidar también el tiempo de juego libre. Facilitar los momentos y espacios para que los niños aprendan a jugar en grupo, a negociar y resolver entre ellos sus conflictos, a desarrollar habilidades para aprender a enfrentarse solos a los problemas. El juego libre mejora la actividad física, facilita el descubrimiento de los intereses personales, permite un ritmo individual de aprendizaje, entrena en la toma de las propias decisiones, y sobre todo es un placer enormemente divertido.

Empieza el verano, que aproveche el juego libre.

Tyler Varsell. Poster en el que aparece una niña que se escapa del mundo

Tyler Varsell

Referencias:

Frost JL., «Neuroscience, play and brain development», IPA/USA Triennial National Conference; Longmont, CO; June 18–21, 1998 http://files.eric.ed.gov/fulltext/ED427845.pdf

Berruezo P. P. y Lázaro A., Jugar por jugar. El juego en el desarrollo psicomotor y en el aprendizaje infantil, Sevilla: Eduforma (2009).

Kenneth R. Ginsburg, «The Importance of Play in Promoting Healthy Child Development and Maintaining Strong Parent-Child Bonds», Pediatrics, 2007. http://pediatrics.aappublications.org/content/119/1/182

Pooja S. Tandon et al., «Active Play Opportunities at Child Care», Pediatrics, 2015. http://pediatrics.aappublications.org/content/pediatrics/early/2015/05/12/peds.2014-2750.full.pdf