«Subterránea», por Ainhoa Goñi

 

Era un viaje como otro cualquiera, una aventura divertida, un trabajo fácil y original, o eso creía entonces. Hace unos días me decían que iría a un laboratorio subterráneo, así, sin más, encerrado en las montañas, y me hablaban de él como si de una zona secreta se tratase.

Tiene el acceso restringido, pocos lo han visitado, allí se quiere cambiar lo que sabemos del
universo
me decía el editor.

Y no supe hasta más tarde que este viaje sí cambiaría nuestras vidas para siempre, que esta experiencia me reafirmaría como una defensora de la ciencia y me llevaría a intentar cambiar el mundo. No sabíamos entonces que jamás volveríamos a ser los mismos.

Joan y yo nos subimos al coche. Lo dicho, era un trabajo más, así que, como buen ratón de biblioteca, me ajusté las gafas y me dispuse a dar una clase magistral a mi compañero de viaje sobre mis conocimientos. Ese fue mi primer error, luego vería que no sería el último. Joan se lo sabía todo, ajustaba objetivos y cámaras en su mochila como quien juega al Tetris mientras me hablaba de profundidades, de científicos extranjeros, de experimentos nuevos y sonreía como hacía siempre. Me había pillado otra vez. Me habló del experimento Next de física de astropartículas, de geología, y de un estudio nuevo, el Proyecto Gollum, que pretende buscar bacterias nuevas.

Empollón le espeté riendo, siempre me haces lo mismo.

Habíamos atravesado poco a poco el Pirineo Aragonés, disfrutando de cada matojo verde, de cada imagen nueva, de toda una montaña llena de árboles centenarios. El viaje no podía haber ido mejor y frente a nosotros teníamos ya la Montaña del Tobazo.

Así llegamos a la entrada de la antigua Estación de Canfranc. El viaje, ahora sí, empezaba realmente. Les hice una señal con las luces, Carlos nos esperaba en la entrada, junto a dos coches y a un grupo de jóvenes investigadores que no nos hicieron mucho caso. Le saludamos rápidamente y nos indicó que le siguiéramos con el coche, no había tiempo que perder.

Tal vez era sólo mi sensación, pero parecía que nos metíamos en un búnker de la guerra, con grandes puertas metálicas que cerraban el paso a los curiosos y nos abrían a nosotros un mundo totalmente desconocido. Entendimos entonces la suerte que teníamos de poder estar allí. Viajábamos a lo que parecían los confines de la Tierra. Puerta metálica tras puerta metálica, nos acercábamos poco a poco a la zona cero. Intuíamos que esos pasillos que recorríamos en coche, esas carreteras subterráneas, nos darían un buen titular. Así, a 800 metros de profundidad, paramos los motores.

Bajamos de los coches y seguimos al equipo de científicos. Estaba claro que no nos iban a dejar
parar ni un segundo.

Estábamos allí porque es una instalación especial, como el CERN, en Ginebra, o el observatorio Kamioka de Japón, otras dos grandes obras maestras de la ingeniería científica. Aquí, la montaña filtra la radiación cósmica creando el “silencio cósmico”. Este silencio es necesario para la investigación de sucesos naturales particulares como son la colisión con un átomo de neutrinos  provenientes del cosmos o partículas de la invisible materia oscura. Esta materia oscura nos rodea, aunque no nos demos cuenta. De hecho, aunque los investigadores aún no tienen muy claro qué son, estas partículas forman el 85% de la masa del universo… Y queríamos que nos diesen todos los detalles de sus siguientes investigaciones porque, según los expertos, los resultados no tardarían en llegar.

Carlos, el nuevo director del centro, nos estaba poniendo las pilas. Íbamos de un sitio a otro. Hablaba de los límites de la física, de física nuclear y de astropartículas, de la detección de la materia oscura… De repente, se paró en seco y se giró.

Tu crees que el neutrino puede ser su propia antipartícula? me espetó Carlos. No
esperó mi respuesta, dio la vuelta y siguió andando.

Eh… acerté a decir.

Ya veremos, yo creo que sí dijo como para sí. En uno de los experimentos estamos buscando un tipo inusual de desintegración doble beta sin neutrinos, ya veremos repitió. Y siguió andando.

Nos dejó hacer fotos por todas partes. Éramos sólo dos, pero parecía que habíamos tomado el laboratorio. Para cuando me di cuenta, Joan ya estaba subido a una escalera y tiraba de flash. Los investigadores sonreían, se sabían protagonistas de la historia. Les habían dicho que íbamos y, claro, se habían puesto sus mejores camisetas, estaban todos “rotulados” con frases de apoyo a la ciencia y del propio LSC. Carlos me miró y me sonrió.

¿Qué esperabas? sonrió satisfecho, hemos venido preparados.

Y yo empecé a preguntar.

Carlos, sé que diriges un proyecto un tanto peculiar. Aquí también se hace geología…

Venid, os lo enseño… y echó a andar sin mirar atrás.

Qué tendrán los físicos que son los mejores sorteando preguntas. Será porque sus partículas también son esquivas.

Salimos de la zona de los experimentos y nos dirigimos hacia el Túnel de Somport.

Estamos trabajando en una zona muy interesante avanzó. ¿Queréis verlo?

No hubo dudas y echamos a correr detrás de él, mientras que el último flashazo de Joan
rebotaba en las paredes.

Más adelante vimos unas luces, dos investigadores se afanaban en coger muestras. Cubiertos
hasta las cejas, entre mascarillas, batas y guantes no había forma de saber quiénes eran. Así,
agujereaban poco a poco el túnel…

Hoy terminamos el muestreo —nos avanzó Carlos—. Tenemos que llegar hasta el
Paleozoico y para eso ya no queda nada.
Sonrió.

Después de comer volvimos a los laboratorios, nos quedaba todavía mucho trabajo que hacer.
Ni siquiera había empezado las entrevistas.

Mientras Carlos acompañaba a Joan a la Sala Blanca (allí guardaban todas las muestras que habían recogido en los últimos días), yo decidí acercarme otra vez a la zona de muestreo. Hacer las fotos les llevaría casi una hora, pensé.

Seguí avanzando. La luz de la instalación me llamaba, cambiaba de intensidad a cada instante, como siguiendo la luz de mi linterna. Enfoqué otra vez mientras me acercaba poco a poco. Qué raro, pensé.

Oí un ruido seco y caí hacia delante, estrellándome contra el suelo arenoso del túnel. Antes de desmayarme, todavía tuve tiempo de ver mi linterna tintinear tres o cuatro veces antes de apagarse definitivamente. La oscuridad me envolvió.

Desperté en el interior de la zona de experimentos, donde me habían llevado a esperar a los servicios de emergencia, que pronto descubriría que nunca llegarían.

Antonio, uno de los investigadores más jóvenes y que hasta ahora había permanecido al margen, empezó a interrogarme, y me sonreía cuando yo adivinaba el número de dedos que me mostraba. Ni que fuese tan difícil, pensé. Mis ojos, poco a poco, se iban adaptando a la luz. El resultado de la experiencia es que, en la caída, me había golpeado en la ceja.

—No parece que tengas nada. Lo importante es que ves bien, y la herida no es profunda. Te has debido golpear contra la pared y luego al caer al suelo —me dijo Antonio.

Yo siempre defendí que fui atacada, que algo o alguien me golpeó y que eso me provocó la caída, no fue casual, alguien no quiso que viera algo. Pero no puedo probarlo, lo que pasó en el túnel se quedará en el túnel.

Y volvimos a la realidad de golpe.

Estamos aislados —dijo Carlos mientras se ponía serio—. No va a venir nadie a ayudarnos.

—No lo entiendo ¿qué ha pasado? —pregunté asustada.

—Han desaparecido las muestras —empezó a explicar.

—Sigo sin entender el aislamiento —insistí.

—Cuando te has desmayado… —empezó Carlos.

No le dejé seguir.

—Que me han golpeado, que yo no me desmayo sin más —repetí.

—Bien, eso no importa ahora —continuó—. Cuando hemos ido a buscarte al túnel, alguien ha desvalijado la Sala Blanca. Está patas arriba.

—¿Cómo? —pregunté. No me podía creer lo que estaba oyendo.

Alguien había abierto la Sala Blanca y había robado las muestras del túnel recogidas en los últimos días. Todas las muestras habían desaparecido, no habían dejado nada. No estaban destrozadas, no se habían caído, repetía Carlos en voz alta, las han robado. No estaban, él las dejó allí, sabía donde estaban, y ya no estaban, era así de sencillo.

Carlos miró a Antonio, estaban seguros, no había sido casual, era un robo.

—Por eso —empezó a explicar Antonio—, en cuanto nos hemos dado cuenta hemos pulsado el botón de aislamiento. Nadie podrá salir de aquí hasta que comprobemos el protocolo para ver qué ha pasado.

Carlos guardaba una carta en la manga. Hasta entonces no nos había dicho que dos semanas atrás había enviado muestra fuera del laboratorio, con la máxima seguridad y, por lo visto, la mayor discreción, porque ni Antonio lo sabía. Al otro lado de estas paredes de roca alguien lo había recogido y enviado a secuenciar.

De repente, el teléfono de la oficina empezó a sonar. Carlos echó a correr y descolgó el teléfono. Son muestras de aquí, de aquí, sí, de Canfranc, oíamos decir a Carlos. Entonces, dejó caer el teléfono y echó a correr hacia la zona del túnel donde a mi me habían golpeado. Se paró en seco y se colocó frente a las luces mientras sacaba un arrugado papel de su bolsillo y encendía todas las luces.

Le vimos apagarlas y encenderlas mil veces, y mirar a la pared. Nada, no sabíamos qué estaba haciendo. Volvió al teléfono, desanimado, dijo cuatro palabras y colgó. Abrió el portátil y me miró.

—Dicen que estamos ante algo único, pero yo no veo nada —balbuceó.

Así, enfrentado al botón de cargar correo, como en las películas, decidió pulsarlo y ya nada volvió a ser igual.

Se cargó el correo electrónico y Carlos empezó a leer. Leía y releía el correo y, de repente, echó a correr de nuevo y, esta vez sí, todos le seguimos. Corría como un loco.

Nos paramos detrás de él, casi con miedo a respirar. Nos hizo una señal y enfocamos las  linternas hacia la pared. Nada. Y Carlos nos hacía señales para que siguiéramos. Nada. Pero entonces lo vimos, un gran destello en la roca, y nos quedamos atónitos. El silencio inundó el túnel por primera vez en mucho tiempo.

Veíamos una especie de masa eléctrica con distintas tonalidades, una materia extraña que parecía moverse impulsada por la luz que llegaba de nuestras linternas. La masa iba desde el azul más eléctrico al naranja más brillante, aunque parecía que el azul dominaba sobre los otros… Cada descarga, cada vez que el azul se intensificaba, provocaba el encendido en cadena del resto de colores y surgía una especie de ola que contagiaba al resto.

La cara de Carlos no podía ser más divertida, pasaba del asombro a la risita nerviosa sin arar, mientras miraba a la pared del túnel y comprobaba no sé qué en el papel arrugado que apretaba  entre sus manos.

Haz vídeo, Joan, tiene que ser vídeo gritó, así se verán los cambios ¡viiiiiiiideo! Y volvió a salir corriendo como un loco.

Este laboratorio subterráneo, oculto a los ojos de la mayoría, acababa de dar un giro de 180 grados a lo que los científicos sabían de las bacterias y, probablemente, de la energía. Carlos lo sabía, lo había conseguido, había descubierto una bacteria nueva. La secuenciación del ADN no miente, el descubrimiento era espectacular. Había descubierto Gollum, un ser único, el extraterrestre de las profundidades…

Sabíamos que estábamos ante algo insuperable ¿bacterias mutualistas? Ya estamos acostumbrados a otros animales realizando este tipo de colaboración; el tiburón y la rémora o las anémonas y el pez payaso. Unos cobijan y dan protección, los otros, vasallos fieles, son una ayuda imprescindible en todo caso.

Pasaron semanas. El equipo casi no durmió, y aunque hacían turnos infernales, nunca he visto a nadie tan feliz. Probaron mil experimentos con las bacterias, literalmente todo lo que se les ocurrió y que tenían a mano. Esa masa era la Torre de Babel, una mezcla de bacterias distintas trabajando conjuntamente, eso sí, dominadas por el “idioma común” de las bacterias azules.

Las sometieron a condiciones extremas de temperatura, oxígeno e, incluso, las sometieron a radiación, en fin, todo lo que pudieron. Y aunque comprobaron las cámaras de vigilancia, no
habían descubierto qué había pasado con las muestras.

Volvimos a Canfranc semanas después para ver y fotografiar sus avances. Teníamos la exclusiva, nosotros contaríamos sus primeros resultados. Nosotros tendríamos el honor.

Paramos el coche y me lancé a abrazar al equipo, que ya nos esperaba en la entrada. Las caras lo decían todo….

Lo habéis conseguido grité.

Y volvimos a hacer el recorrido subterráneo a esos pasillos que conocía tan bien. Llegamos a la entrada de los laboratorios y bajamos de los coches. De repente, hubo un estruendo, se fue la luz y todo se quedó en silencio…

Ahora, han pasado ya 10 años, y el LSC se ha convertido en un lugar inundado de papeles. El trabajo que allí se hace ha llenado revistas científicas, ha copado portadas de periódicos de todo el mundo y ha abierto informativos. Ellos han cambiado el mundo y yo pude escribir sobre ello. Eso sí, nunca he contado la bromita que me hicieron en mi primer regreso a Canfranc. Mira que provocar un apagón… para que luego digan que los científicos no tienen sentido del humor.

Estos años nos han enseñado a todos que la ciencia no tiene límites, que no puede parar, que el siguiente descubrimiento siempre está por llegar. Y que las ideas, como les ocurre a muchos, no nos pillarán durmiendo, nos pillarán en las profundidades de la Tierra, en Canfranc, claro.

Y la bacteria ya tiene nombre, después de muchas peleas, se llama Subterránea, aunque yo la habría llamado Gollum, y no ha sido la única descubierta hasta el momento. Se trabaja con ella para averiguar con detalle cómo es capaz de condensar la energía. Es como es, esquiva y misteriosa… y es del Paleozoico.

Subterránea duerme ahora en un laboratorio de alta seguridad, como un tesoro único e irrepetible al que hay que estudiar, proteger y, esperamos, replicar… y científicos de todo el mundo hacen fila para conseguir unas pocas horas de trabajo en este lugar o ser los primeros en enterarse del avance de las investigaciones.

Muchos creen, yo entre ellos, que lo más grande está aún por llegar, esto no ha hecho más que empezar.