Reflexiones veraniegas de un biólogo en remojo

Mes de junio, el calor abrasador del mediodía, y un biólogo flotando en una piscina comunitaria. Una piscina poco profunda, rodeada de apartamentos adosados, en Georgia (USA). El biólogo soy yo, realizando una de esas acciones que acostumbro a hacer desde tanto tiempo atrás como dura mi memoria; salvar bichos semi-ahogados.

Un sinsonte, (mockingbird para los anglosajones) me observaba desde el extremo de un poste telefónico mientras practicaba su interminable repertorio de canciones plagiadas. Los sinsontes son aves muy inteligentes, bien conocidas en EEUU y representadas a menudo en su cultura popular. Deben su nombre anglosajón, así como el científico Mimus polyglottos, a su increíble habilidad para imitar el canto de otras aves, la traducción literal del inglés sería “pájaro burlón”.

Billete de 100 pesos mejicanos, y poema oculto (en el lateral derecho) atribuido a Nezahualcóyotl.

Billete de 100 pesos mejicanos, y poema oculto (en el lateral derecho) atribuido a Nezahualcóyotl.

En el año 2009 un grupo de investigadores de Florida descubrió que los sinsontes son capaces de identificar a una persona concreta, entre los miles de individuos que puedan encontrar en una ciudad. En este experimento, llevado a cabo con sinsontes urbanos, como el que me observaba desde el poste telefónico, las aves solo necesitaron 60 segundos para aprender a reconocer a una persona. Esto es sorprendente, no solo porque hasta hace muy poco creíamos que la habilidad de distinguir rostros era exclusivamente humana, sino por lo increíblemente torpes que somos nosotros a la hora de identificar a individuos de otras especies animales.

El año pasado encontramos un nido de sinsontes en esta misma piscina, se había caído al suelo, quizás arrojado por el viento. Localizamos al polluelo, arreglamos el nido y lo devolvimos a su lugar de origen. La madre, que se encontraba cerca, no me perdió de vista ni un momento, mientras daba la señal de alarma a todo volumen. Algunos especialistas creen que en la señal de alarma de estas aves hay información relacionada con el tipo de amenaza, es posible que aquella madre estuviese gritando algo como: «¡seres humanos!, ¡peligro!».

Este sinsonte que me acompañaba en la piscina podría ser aquel mismo pájaro burlón que rescaté del suelo, y cuya “desagradecida” madre estuvo varios días dando la señal de alarma cada vez que me veía aparecer. Yo no sé si él es o no el mismo, pero si lo es quizás él sí podría haberme reconocido.

Entre los numerosos insectos moribundos, que se debaten pataleando en el agua luchando por su vida, encontré un escarabajo que me recordaba a las melolontas que se ahogan en mi jardín en verano (popularmente conocidas como escarabajos sanjuaneros). Las melolontas (Melolontha spp) eran juguetes para los niños griegos (según relata Aristóteles) lo fueron también para Miguel de Unamuno, y para el mismísimo Nikola Tesla. Una de sus primeras invenciones infantiles fue un motor de melolontas atadas a un eje central.

Nikola Tesla (1977) serie de televisión yugoslava (1:17:12)

Mi madre me ha repetido muchas veces que las melolontas están riquísimas. Mi curiosidad gastronómica no es tan alta como la del amiguito de Tesla en la secuencia superior. Al parecer los niños acostumbran a comérselas cuando caen al agua, al menos en la cuenca del Volga y parece que también en Croacia.

De todos modos las melolontas son nativas de Europa, y aunque el bosque que me rodea está repleto de escarabajos japoneses (Popillia japónica), no tengo noticias de que mis queridas melolontas hayan cruzado el Atlántico como especie invasora. Éste de la piscina debía de pertenecer a otro grupo, quizás fuese un escarabajo ectoparásito de cigarras (familia Rhipiceridae), aunque ya nunca podré saberlo. Lo dejé en el borde de la piscina recuperándose, pero su segunda vida fue muy corta.

Mientras rescataba al escarabajo, el sinsonte se entretenía ahuyentando a un cuervo. Pueden ser aves muy agresivas, para defender sus nidos son capaces de atacar en grupo a toda clase de animales, desde cuervos o arrendajos, hasta a rapaces y a seres humanos. Es curioso cómo en esta región los sinsontes se aúnan para asustar a los cuervos, y los cuervos se unen para ahuyentar a aves mayores como puedan ser gavilanes o buitres. En cualquier caso, y una vez cumplida su misión, el sinsonte volvió al poste telefónico desde donde me seguía observando. En ocasiones se acercaba a la piscina quizás buscando agua (hace mucho calor), pero no se atrevía a acercarse del todo. Pensé que era buena idea salir de la piscina y alejarme la distancia suficiente como para no parecerle una amenaza, y eso hice. Solo que esta vez el sinsonte no solo se acercó al agua sino también al pobre escarabajo que ya empezaba a caminar. Lo miró, fue hacia él muy feliz y allí mismo se lo tragó enterito. Quizás no fuese después de todo una dulce melolonta, ¡pero su parecido debía ir más allá de la mera apariencia superficial!

Max y Moritz «Niños jugando con Melolontas» 1865

Max y Moritz
«Niños jugando con Melolontas»
1865

El sinsonte que había rescatado un año atrás ahora se comía al escarabajo que acababa de salvar. Aquello me hizo recordar una pregunta que me han planteado alguna vez; «¿por qué razón salvas a los bichos de ahogarse las piscinas? ¿Qué motivos tienes para ello?»

Por banal que pueda parecer superficialmente, esta pregunta es tan profunda como pueda ser nuestra curiosidad por resolverla. Por supuesto hay que saber distinguir entre el ecologismo y el animalismo, no es igual preocuparnos por la supervivencia de las ballenas jorobadas como especie, que preocuparnos por el sufrimiento de una pobre ballena varada. El ecologismo es un movimiento enfocado a la preservación de la diversidad de la vida, mientras que el animalismo se concentra en reducir el sufrimiento que podamos provocar a otros seres vivos. Ambos enfoques, aunque íntimamente relacionados, son muy diferentes y en ocasiones pueden entrar en conflicto. No me voy a detener en ellos, pues pretendo llegar algo más allá.

Actualmente formamos parte de una sociedad ciertamente peculiar, en la que (hasta cierto punto) la libertad de expresión y decisión de los individuos va adquiriendo cada vez más peso. La ciencia ha pasado en pocos años de estar representada por una suerte de ilustres sabios, a individuos que deben adornar (o disfrazar) sus proyectos para que sean aceptados en sociedad. Es consecuencia de ello que cada artículo divulgativo culmine con una coletilla final en la que “la ciencia” se esfuerza en justificar el estudio. Esto es especialmente notable en el campo de la biología. Si el descubrimiento está relacionado con el lenguaje de signos en primates, el último párrafo será probablemente relativo a cómo el estudio ayudará a resolver el origen del lenguaje humano. Si se trata de aves usando herramientas, los últimos renglones aclararán que el estudio sirve para dilucidar el origen de nuestra naturaleza humana. Es como si nunca nos pudiésemos cansar de mirarnos el ombligo. Pero también es razonable, la ciencia supone una gran inversión, y los beneficios (aunque inmensos) suelen ser lejanos, especialmente para una sociedad que difícilmente pasaría el «experimento del malvavisco de Standford» (vídeo en castellano). Una sociedad como la nuestra sin visión de futuro sería un completo desastre, es por ello por lo que debería estar bien cultivada. Valorar el cambio climático o la extinción de las especies debería ser una conversación fácil para cualquiera, pero por el momento aún no lo es.

Son muchos los beneficios prácticos de preocuparnos por otros organismos, los ecosistemas son increíblemente complejos y, nos guste o no, nosotros formamos parte del conjunto. Pero salvar del ahogamiento a una imitación norteamericana de melolonta, o a un ave (por muy lista que sea), no va a marcar diferencias en la visión de aquel que solo busque beneficios propios. ¿O quizás sí lo haría?

Nuestra naturaleza animal condiciona todo lo que somos, desde nuestra capacidad de raciocinio (resultado de la selección natural) hasta nuestros comportamientos más irracionales. Somos animales sociales, empáticos, y el conocimiento nos hace más empáticos. Como es bien reconocido por la comunidad científica en la actualidad, la empatía es una capacidad con diferentes niveles. Cuanto mayor es la capacidad cognitiva del animal, más complejo será su comportamiento y mayor su capacidad para empatizar con otros (Frans B. M. de Waal, The antiquity of empathy, Science, 2012). Adoptar la perspectiva del prójimo, y actuar en su beneficio (compasivamente) está directamente relacionado con el conocimiento que tengamos (o creamos tener) de él.

La empatía además de ligada al conocimiento lo está a nuestra racionalidad, pero al mismo tiempo puede ser sumamente irracional. Es interesante constatar cómo a los comportamientos compasivos se les suele llamar “humanos”, e “inhumanos” a los que no lo son. La empatía está lejos (¡muy lejos!), de ser exclusivamente humana, pero esta difícil interacción entre razón y emoción, sin duda, nos representa muy bien. Este mes de junio, un grupo de psicólogos de la Universidad de Padua (Italia) ha puesto en evidencia cuán irracional puede llegar a ser nuestra capacidad empática. Conectaron a 18 estudiantes a un electroencefalograma para ver cómo reaccionaban sus cerebros ante la presencia de “torturadores de vegetales”. Utilizaron tomates, ajos, calabazas, zanahorias, e incluso alguna pobre berenjena. Acariciaban a los vegetales con un algodón, o los pinchaban salvajemente con una aguja. El sorprendente resultado es que la respuesta emocional de los estudiantes se disparaba solo cuando los investigadores les ponían ¡nombres humanos a los vegetales! (Carlo, Laura, etc.). La conclusión de los investigadores es clara: para empatizar necesitamos humanizar.

Humanizar, después de todo, no es distinto a conocer (o creer conocer) a otros organismos. Ponerle nombre a un vegetal nos hace asociarle (de forma absolutamente irracional) cualidades que nos son propias y que conocemos muy bien, a fin de cuentas conocer es empatizar (aunque obviamente, como en el estudio de Padua, esto no siempre funciona al revés).

Durante mucho tiempo estuvo prohibido ponerles nombres a los animales a los que se estudiaba, esto venía impuesto por las costumbres de Skinner y el conductismo, impregnadas de un profundo miedo al antropomorfismo. Jane Goodall fue una de las primeras en romper con este tabú, ella en sus comienzos no tenía la preparación científica mínima necesaria para su investigación, esta carencia la hacía inexperta, sí, pero también la liberaba de las represiones arrastradas que quizás debían desaparecer.

Hoy lo habitual es que los investigadores pongan nombre a cada uno de los chimpancés en estudio, al fin y al cabo ya no debemos tener miedo a otorgar una personalidad a un animal. Sabemos que hasta los peces, e incluso las cucarachas, tienen una personalidad individual.

Melotona flotando en la piscina en la que se ve el reflejo del poste con el pájaro posado en él.

Fotografía de Antonio José Osuna

Sin embargo, y pese al camino que ya hemos recorrido en el texto, sigo sin haber explicado por qué me preocupo por sacar bichos que luchan por no ahogarse en las piscinas. Que un escarabajo, o un sinsonte, puedan tener personalidad no parece ser una razón suficiente para que un primate como yo se tome alguna molestia a su favor. Salvarlos de la muerte tampoco representaría una diferencia importante para el ecosistema, sería fácil de explicar si se tratara de ballenas, grandes árboles, o gorilas de montaña, pero aquí no es excusa.

Puede que el verdadero motivo sea más fácil de expresar, y probablemente más difícil de comprender en este caso que en otros; me refiero a la belleza. Así como solo podemos alcanzar un verdadero comportamiento empático a través del conocimiento, la apreciación de la belleza recorre un camino similar.

Richard Feynman lo expresó magistralmente en una de sus entrevistas para la BBC en 1981, transcribo sus palabras pues dan perfecta cuenta de la pasión que Feynman experimentaba por la ciencia y la naturaleza (vídeo).

Tengo un amigo artista que suele adoptar una postura con la que yo no estoy muy de acuerdo. Él sostiene una flor y dice: «Mira qué bonita es», y en eso coincidimos. Pero sigue diciendo: Ves, yo, como artista, puedo ver lo bello que es esto, pero tú, como científico, lo desmontas todo y lo conviertes en algo anodino.

Y entonces pienso que él está diciendo tonterías. Para empezar, la belleza que él ve también es accesible para mí y para otras personas, creo yo. Quizá yo no tenga su refinamiento estético, pero puedo apreciar la belleza de una flor.

Pero al mismo tiempo, yo veo mucho más en la flor que lo que ve él. Puedo imaginar las células que hay en ella, las complicadas acciones que tienen lugar en su interior y que también tienen su belleza. Lo que quiero decir es que no sólo hay belleza en la dimensión que capta la vista, sino que se puede ir más allá, hacia la estructura interior.

También los procesos, por ejemplo, el hecho de que los colores hayan evolucionado para atraer a los insectos significa que los insectos pueden apreciar el color. Y entonces se crea la pregunta: ¿El sentido de la estética también lo tienen las formas de vida menores de la naturaleza? ¿Por qué razón les resulta estético?

Toda clase de interesantes cuestiones de la ciencia que no hacen sino sumarle misterio e interés a la impresión que deja una simple flor, no entiendo cómo podría restárselo.

En mi Granada natal no hay sinsontes (ellos son nativos del continente americano), allí las aves que más he rescatado son vencejos; un ejemplo perfecto de la idea de belleza que pretendo transmitir. Los vencejos fueron los culpables de que me decidiese a estudiar biología. En las tardes de primavera y verano el cielo de Granada se cubre de nubes de vencejos que se agitan en el aire devorando insectos. Yo debía decidir en aquella tarde si estudiar Filosofía, Bellas Artes o Biología. Estaba en la terraza del edificio cuando de repente fui consciente de lo que estaba ocurriendo por encima de mí cabeza en ese mismo momento. Aquella nube negra de pájaros, retorciéndose y gritando, se comportaba de una forma absolutamente ajena a cualquier otra cosa que yo conociese. Esas aves hacía muy poco que habían llegado volando desde el otro extremo del planeta. Pasan el invierno en el extremo sur del continente africano, desde donde se desplazan todos los veranos hasta Europa y gran parte de Asia. Surcan la costa atlántica africana (son unas de las aves más rápidas del mundo), y recorren Euroasia siguiendo los ríos, todos los años periódicamente, ¡y sin dejar de volar! Aquella tarde los observé durante un tiempo y con gran asombró constaté también su repentina desaparición. Entonces tuve muy claro que lo que más me apasionaba eran los misterios de la vida animal.

Fotografía de sinsonte de Antonio Jose Osuna Mascaró

Fotografía de sinsonte de Antonio Jose Osuna Mascaró

Lo sorprendente del caso es que muchas personas no han visto jamás a los vencejos, no me refiero a personas de otros lugares del mundo. Mucha gente circula por las calles mientras ellos vuelan, se sientan en las terrazas a disfrutar del verano, contemplan incluso las puestas de sol, pero no reparan en la existencia masiva de aves en el cielo en esta época del año. No vemos lo que no conocemos, pero cuanto más conocemos algo, mayor es la belleza que podemos apreciar y más nos conmueve.

Los vencejos comunes (Apus apus) son probablemente las aves que más he rescatado a lo largo de mi vida, esto se debe a algo ciertamente sorprendente: cuando o uno de ellos cae al suelo no puede volver a reemprender el vuelo por sí mismo. Y es que muchas especies de vencejos (el vencejo común entre ellas) jamás tocan el suelo, es más, únicamente dejan de volar para poner los huevos, o cuando se posan en el nido para dar alimentos a sus crías. Los vencejos comen mientras vuelan, se aparean mientras vuelan, ¡e incluso duermen en el aire! Hay especies que a la hora de fabricar sus nidos utilizan exclusivamente aquellos materiales que pueden alcanzar mientras vuelan, así como otras que usan únicamente su saliva para construirlos (saliva que se solidifica y es el ingrediente principal de la mal llamada «sopa de nido de golondrina»).

Aquella nube negra que condicionó mi decisión aún guarda muchos secretos, los vencejos estaban preparándose para pasar la noche en las alturas. Como jamás tocan el suelo y apenas se posan a lo largo de su vida, el estudio de su comportamiento entraña muchas dificultades. Suben a grandes alturas para dormir, algo que parece relacionarse de alguna forma con los sonidos que emiten llegada la tarde, pues indicarían que se están preparando para ascender. De todos modos no todos los vencejos duermen en vuelo, y no por ello nos evocan menos belleza. Donde estoy ahora la única especie de vencejo que existe es el vencejo de chimenea (Chaetura pelagica), debe su nombre al lugar que elige para dormir. Cada noche de verano, allí donde haya viejas y grandes chimeneas, estos vencejos ofrecen un espectáculo comparable al de sus parientes en Granada. Como un remolino de humo que se rebela contra la entropía y da marcha atrás al tiempo, las nubes de vencejos se precipitan cada noche por las gargantas de las chimeneas para pernoctar en ellas.

Flujo de vencejos en pulsos. Fuente: https://www.youtube.com/watch?v=wy5oN7fv8aw

Flujo de vencejos en pulsos.
Fuente: https://www.youtube.com/watch?v=wy5oN7fv8aw

Encontrar un vencejo en el suelo incapaz de remontar el vuelo no significará lo mismo para una persona que solo vea a un pájaro indefenso pero desconocido, que para aquella otra que reconozca y conozca la maravilla que está próxima a morir si no se le presta ayuda. Igual sucede con un escarabajo, con un sinsonte, o con la más insignificante de las criaturas. El conocimiento, y con él la ciencia, no restan belleza a la naturaleza, sino todo lo contrario, se la añaden.

Es por ello por lo que éste humilde primate flotante de piscina siente la imperiosa necesidad de rescatar a cualquier pequeño bicho que se encuentre en peligro. No importa el beneficio directo que tenga la especie, o nuestra capacidad para empatizar con el individuo (o para antropomorfizarlo), cada organismo es en sí mismo una magnífica obra de arte, más compleja y misteriosa que cualquiera de las realizadas por el hombre ¿Qué artista observaría impasible la destrucción de un Rembrandt o un Velázquez?