‘Las islas de los animales sin miedo’ (‘Altaïr Magazine’)

«Mi amor por las Galápagos surgió a destiempo. Solemos querer los lugares después de haber estado en ellos, pero estas islas arraigaron en mis neuronas años antes. Y lo que despertó ese amor anticipado no fueron los animales, los hermosísimos animales que les dieron fama, sino una medida de velocidad: cuatro centímetros anuales. Me explico: un día, entre las neblinas de la siesta con la tele encendida, se impuso una voz que narraba cómo las islas Galápagos nacen, a partir del magma que emerge de un punto caliente volcánico, y comienzan su lento caminar a lomos de la placa tectónica de Nazca, que se mueve a un ritmo de unos cuatro centímetros anuales hacia el continente. El documental hablaba de un ciclo con islas jóvenes, aún próximas al punto caliente, que muestran volcanes activos y escasa vegetación pero que, según se alejan, y tras cientos de miles de años, van viendo cómo los volcanes se adormecen y la vida puebla sus tierras. En esa parsimoniosa huida de su lugar de origen las islas se erosionan, sus volcanes pierden altura y su corteza se enfría y encoge, de modo que van hundiéndose y terminan pareciendo, desde el cielo, un delgadísimo nenúfar marrón. Hasta que desaparecen bajo el mar. Se sabe que varias generaciones de islas Galápagos ya han culminado su ciclo, y también que los ancestros que dieron lugar a algunos de los animales que pueblan hoy las islas llegaron a otras Galápagos, ya sumergidas». 

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