Mucha tecnología e innovación pero no sabemos comer

Fuente: Ignition

Fuente: Ignition

Estando en el año 2016 y con todos los avances científicos de hoy en día, estamos un poco acostumbrados a “verlas venir”. A que nos curen, a que nos traigan geniales innovaciones que harán nuestra vida más fácil y cómoda, a que nos “inventen” algo que definitivamente nos ayude a combatir mejor nuestros problemas de salud.

Desgraciadamente esto es una idea equívoca que nos pasea en la cabeza, porque nuestros problemas alimentarios no han surgido así de repente, sino que los hemos creado como sociedad. Ahora recogemos los frutos.

Por un lado la opulencia del norte del planeta y su consumismo es la que contribuye a las enfermedades crónicas de la civilización, mientras que el sur del planeta sufre las consecuencias de una malnutrición constante, que fusiona la falta de micronutrientes con una obesidad de pobres. Hoy en día las personas fallecen por enfermedades evitables y no transmisibles.

La alimentación es nuestro hábito diario que más repercute en nuestra salud. Una de nuestras mayores preocupaciones, y por eso queremos abordarla de manera responsable. Desgraciadamente no la ejecutamos tan bien como debiera ser ni como creemos.

Nuestro mayor enemigo para la salud ha cambiado, no es como en otras eras, ya no nos preocupan tanto los microorganismos ni la crudeza de la naturaleza. Hoy en día los mayores factores de riesgo en el norte del planeta se venden en cajetillas, botellas, tetra-bricks y paquetes de cartón.

¿Qué hace falta inventar para comer mejor?

Absolutamente nada. Una dieta saludable es una dieta sencilla, sin muchas complicaciones. Basada principalmente en productos vegetales, y acompañada por fuentes proteicas y grasas de calidad.

No hay ningún secreto distinto. La fórmula de la dieta saludable no está escondida en un producto refrigerado con muchas declaraciones de salud, ni en esas nuevas galletas a las que le han añadido algo de fibra. Es simplemente comer materias primas en su mayoría.

Es una idea que no cuadra con nuestro pensamiento colectivo, preferimos entender que problemas de salud tan graves como los que vivimos actualmente: obesidad, hipertensión, dislipemias, diabetes, síndrome metabólico… tengan que ser combatidos por las “autoridades sanitarias”. Entendemos como ciudadanos que la solución nos tiene que venir desde “arriba”, pero desgraciadamente España no hace nada útil para combatir la obesidad, y las estrategias y programas que ejecutamos (NAOS, Perseo, Código PAOS, o Plan HAVISA) siguen directrices que no están basadas en las evidencias científicas que deberían.

O cambia nuestra conducta individual, o cambia nuestra política alimentaria. Que juzgue cada lector lo que es más fácil conseguir.

Paul Revered

Paul Revered

En España seguimos centrando el mensaje alimentario en nutrientes específicos, la publicidad engañosa campa a sus anchas, los profesionales sanitarios siguen desactualizados llenando las consultas y las aulas universitarias de mitos, a la vez que existen conflictos de interés que hacen muy difícil congeniar la salud con el rigor. Así no se puede.

Ante esto, el consumidor se encuentra solo y desnudo cuando va a enfrentarse a la compra. Las etiquetas pocas veces dicen la verdad que nos interesa, muestran información “cierta”, pero a su manera. No tiene sentido ni es muy práctico que para entender un mensaje que supuestamente esté orientado al consumidor tengamos que formarnos y adiestrarnos para no caer en las trampas del etiquetado de esos alimentos que se disfrazan de saludables.

Ojalá los alimentos funcionales fueran la solución

Los alimentos funcionales eran esa gran idea de la innovación que supuestamente nos iba a permitir estar más sanos. La hipótesis era esperanzadora, modificar y mejorar alimentos para hacerlos más saludables y prevenir enfermedades.

Desgraciadamente, la ejecución ha sido nefasta. Y hoy en día se ha convertido en un sector de la industria alimentaria más orientado al negocio que al servicio de la salud pública, porque los alimentos funcionales nos arrojan de manera inconsciente una idea incorrecta.

Cuando tenemos delante un alimento funcional, hacemos una pequeña regresión a la infancia y surge ante nosotros ese pensamiento finalista, en el que todo sirve para algo.

«El yogur enriquecido es para los huesos», «el lácteo con esteroles es para el colesterol», «la leche fermentada es para las defensas»… de manera que acabamos creyendo que los alimentos que se han creado desde el punto de vista de la publicidad para algo, son mejores que los convencionales. Mejor que por ejemplo una berenjena.

Nada más lejos de la realidad. Al final acabamos consumiendo estos productos que no tienen nada de especial (salvo su marketing y su precio) y pensamos que estamos tomando buenas decisiones, inconscientemente sobrevaloramos nuestra dieta y terminamos comiendo peor de lo que pensamos. Triste paradoja.

Esta idea no es solo aplicable a los productos funcionales, también a los que están dirigidos a un público concreto, como los niños, los diabéticos, lo celiacos o las distinciones por género.

Acabamos pensando que una papilla ultra-procesada es más adecuada para nuestro hijo que una ciruela, simplemente porque está hecha para él, aunque su composición sea dantesca y bajo esos «4 cereales y 15 vitaminas» se esconda grasa de palma, almidón modificado y azúcar oculto bajo otras nomenclaturas.

No es suficiente un compromiso parcial para hacer menos insalubre el entorno, no basta con que los alimentos ultra-procesados se vuelvan menos dañinos reduciendo parcialmente su contenido en azúcar. La comida ultraprocesada aunque no tenga azúcar, sigue siendo harina refinada y aceites de pésima calidad nutricional.

¿Por qué no sabemos comer?

La principal respuesta es sencilla: porque no tendría que ser necesario.

Cuando muchos dietistas-nutricionistas hacemos hincapié en que es necesario aprender a comer, no es porque sea un tarea ardua o complicada. Es porque vivimos en un ambiente que nos confunde y empuja a malas elecciones. Lo que se conoce en salud pública como “ambiente obesogénico”.

De nada nos sirve tener ahora los alimentos más seguros de la historia si no son saludables. Se oyen muchas voces científicas que defienden que «comemos mejor que nunca», esto es sesgadamente falso. Se ha mejorado enormemente desde el punto de vista de la seguridad alimentaria, pero desgraciadamente, aunque tenemos alimentos saludables, su presencia es anecdótica frente al 90% de malas elecciones que tenemos en un supermercado.

¿De qué nos sirve tener alimentos muy saludables si cuando vamos a ir a comprarlos adquiriremos muchos otros poco saludables?

La solución ya estaba inventada

Nos asombra como científicos ver cómo gracias a la biotecnología se enriquecen alimentos para hacerlos más completos, resistentes o eficientes. Es genial disponer de estos avances. Pero no podemos esperar que una mejora concreta en el rendimiento, un aporte extra de esteroles, de isoflavonas, o de antioxidantes, tenga “la solución” concreta a un problema que es estructural, que es social.

Escuchamos muchas veces que los transgénicos o las fortificaciones serán “la solución”. No, no lo serán si no cambia el sistema socio-político. Nos traerán herramientas útiles con las que mejorar o paliar ciertas situaciones, sin ninguna duda. Pero abordando la solución desde una perspectiva tecnológica es posible que estemos errando el tiro. A nivel de salud pública se combate mucho más redistribuyendo la riqueza y educando a la población. Son por tanto avances útiles pero insuficientes para dar respuesta a los retos de la salud global.

Tom Stoddart

Tom Stoddart

Los problemas alimentarios del planeta técnicamente no son “dietéticos”, sino sociales. La gente enferma por un acceso insuficiente a alimentos, porque su ambiente es obesogénico o porque se mata comiendo productos que son supuestamente “saludables”.

Si queremos solucionar ciertos problemas no hay que hacer más nutritiva la comida ya existente, sino cambiar el paradigma.

La verdadera innovación que necesitamos en algunas facetas de nuestra vida no es tecnológica, sino social. En el campo de la alimentación tienen más repercusión las conductas, por lo que es más revolucionario enseñar a cocinar a un niño, o mostrar cómo comprar a una familia, que sacar al mercado un leche fermentada con probióticos para fortalecer sus defensas.

Maria Bukowski

Maria Bukowski