La ciencia del arte

Entropía (Kippel) 2012, gouache sobre papel, 29x441cm

Tamara Feijoo Cid
«Entropía (Kippel)»
Gouache sobre papel
29 x 441 cm [fragmento]
2012

Una de las tesis más habituales de mi discurso es que la ciencia es cultura. La ciencia es cultura de la misma forma que lo es la literatura, las artes plásticas o cualquier disciplina propia de las humanidades. Considero cultura cualquier conocimiento que posibilite una vía de tránsito más allá de nuestro horizonte. El conocimiento científico nos permite apreciar más y mejor todo lo demás, por eso la ciencia es cultura. Es usual tergiversar el mensaje que se desprende de esta afirmación: que la ciencia sea cultura no implica que se haya ganado ese título porque nos sirve para apreciar lo propio de las humanidades, sino que la ciencia es cultura per se, nos permite entender, desde un prisma y unos pilares particulares, cómo es el universo.

Tanto la ciencia como el arte nacieron de unas mismas pretensiones: dar respuesta a las preguntas vitales -Amor, Muerte y Dios, esto es, dotar de sentido al universo- que puede contenerse en una matriz primigenia que llamamos filosofía; y comunicar. Tanto la ciencia como el arte surgen de una inquietud individual que cobra sentido definitorio cuando se comunica. De la misma forma que una pintura rupestre es indudablemente arte, la ciencia, en su estado más primitivo, también es ciencia. Los métodos y la profundidad que se persiguen son más sofisticados ahora que en el pasado, pero las pretensiones siguen siendo las mismas.

Cuando trato de debilitar esa barrera impostada entre «las dos culturas» tengo que echar mano de un profundo conocimiento de ambas. Tratar de adentrarse en la ciencia sin unos buenos cimientos nos parece inapropiado y atrevido. La mayor parte de mis lectores son personas cercanas a la ciencia, de un modo u otro, y buscan en mi trabajo ese denominador común. No es falacia de autoridad, es que para hablar de algo hay que saber sobre ese algo, hay que tener cultura. Para divulgar ciencia hay que tener cultura científica. De la misma manera es exigible que para divulgar arte hay que saber de arte.

Tuve la suerte de haberme educado en un entorno en el que no existía esa barrera entre las dos culturas. Gracias a la educación que recibí de mi familia y a la que recibí en el colegio, siempre tuve claro que cualquier forma de conocimiento facilita el conocimiento de todo lo demás. Estaba convencida de que la estrecha relación que había entablado con la literatura, especialmente con la poesía, hacía que la ciencia me resultase más hermosa y más coherente. También cuanto más aprendía sobre ciencia más profundizaba en las entrañas de la poesía, hasta el punto de que el lenguaje poético se me presentaba indudablemente relacionado con la música y con las matemáticas: por qué cada palabra ocupa una posición en un verso y no otra, por qué esa palabra y no su sinónimo dota de musicalidad, por qué esa musicalidad y esa sonoridad son las escogidas para simbolizar esa alegoría, por qué esa alegoría es indiscutible y palpable.

Tiendo a pensar que gracias a la poesía y no obstante haber estudiado de forma reglada ciencia, puedo pasear con los pies en el suelo. Con zapatos dorados, pero con los pies en el suelo.

Encerrarse en una especialidad es encerrar el conocimiento, que ese deje de ser cultura y se transforme en una sucesión de datos. Especializarse es sucumbir a lo pragmático por encima de lo humanamente honesto. Aun así, el conocimiento siempre puede dirigirse, si hay intención, a adentrarse en otras disciplinas.

Una vez finalicé mis años en el instituto y comencé mis estudios universitarios de química, que consumían gran parte de mi tiempo, mantuve, aun así, una constante relación con «la otra cultura». Hice todo lo que estaba a mi alcance para seguir estudiando arte y filosofía, cursando asignaturas de otras carreras y asistiendo a cursos de formación, y tuve la inmensa suerte de que mi hermano hubiese decidido dedicar su vida al arte. Gracias a esa estrecha conexión fraternal que siempre hemos mantenido, los conocimientos de uno y otro fluyeron sin barreras, de forma que mi hermano es, a día de hoy, un artista con una vasta cultura científica, y yo gracias a él, cuando terminé mi licenciatura, era una científica con cultura artística. Continué formándome a lo largo de todos estos años leyendo, estudiando, visitando exposiciones en todo el mundo, con la sensibilidad siempre expuesta y bien entrenada.

El nexo entre la ciencia y el arte que contemplo de forma innata es el que establecí con mi hermano y que a día de hoy prolongo a través de otros muchos artistas, por eso para mí la única forma de entender la relación entre la ciencia y el arte es aquella en la que la ciencia persigue exclusivamente dos propósitos con respecto al arte: la ciencia es la herramienta del arte, lo posibilita, y la ciencia es capaz de dotar al arte de una capa más de lectura, le confiere carga interpretativa.

La ciencia es la herramienta del arte porque sin ciencia no existirían los materiales ni las técnicas que posibilitan la expresión plástica de la idea artística. El arte ha avanzado siguiendo los ritmos de la ciencia: sólo es posible ejecutar una obra si existe la ciencia que lo permite, de forma análoga las posibilidades que ofrece la ciencia delimitan el imaginario del artista. También la ciencia ha avanzado por algunos de sus derroteros por responder a una cuestión artística: la mayoría de los pigmentos y aglutinantes modernos han sido diseñados por científicos como respuesta a demandas artísticas.

La ciencia dota al arte de una capa de lectura. Sobre todo a partir del siglo XX, cuando la oferta de paleta, técnicas y materiales empezó a parecer infinita, los materiales empezaron a dejar de responder a un criterio utilitarista –además de estético-. Es impensable a día de hoy que la ficha técnica de una obra escultórica –por poner el ejemplo más apabullante- no haya sido escogida en base a un criterio de mensaje. La elección de los materiales y su aparición en la ficha técnica nunca es caprichosa: el artista hace una elección deliberada, puede escoger hacer una escultura con la misma apariencia estética que otra pero utilizando unos materiales en lugar de otros. Esa elección es la que una persona con cultura científica –además de artística, obviamente- puede interpretar con mayor facilidad. A causa de esta posibilidad de elección surgieron un gran número de movimientos artísticos de vanguardia que inundaron la pintura y la escultura, como bien son el arte povera, el color field, el action painting, el tachismo, etc.

Estas dos son las únicas relaciones incontestables que contemplo entre la ciencia y el arte, y cualquier otro tipo de relación que no se fundamenta en estas dos puede fácilmente caer en la banalización de la ciencia o del arte.

Llamar arte a la expresión plástica de un conocimiento científico es banalizar el arte. No podemos llamar arte –en mayúsculas- a un dibujo de un modelo atómico. Lo podemos llamar dibujo, pero no arte. No podemos llamar poesía –en mayúsculas- a una retahíla de palabras propias de la jerga científica por el hecho de que rimen. No podemos llamar escultura –en mayúsculas- a una representación tridimensional del ADN. Si cometemos la imprudencia de llamar arte a cualquiera de estos ejemplos o similares, estaremos banalizando el arte y, por ende, poniendo de manifiesto que tendremos cultura científica, pero desde luego no artística.

Cuando hablo de «la ciencia del arte» suelo apostillar «pero bien» porque me refiero a la ciencia y el arte en mayúsculas, a ese fenómeno de convivencia en el que ambos se nutren y se engrandecen. Cualquier otro fenómeno de convivencia entre la ciencia y el arte que subestime «una cultura» con respecto a otra, no solo no consigue romper la barrera entre las dos, sino que hace que esa barrera se engrose y se precarice.