El arte es poco más que sexo camuflado

Eric Lafforgue. Primer plano de una mujer negra que mira intensamente.

Eric Lafforgue

Nos consideramos superiores al resto de los seres vivos porque conocemos y apreciamos la belleza. Somos capaces de disfrutar de los colores y las formas, los juegos sutiles de simetrías y asimetrías, las líneas limpias y las texturas complejas, el vacío y el volumen; la relación entre lo habitual y lo sorprendente. Incluso con las palabras creamos belleza escribiéndolas, recitándolas o cantándolas desde antes de que tuviésemos lenguaje. Muchos de nosotros vivimos prendados por lo bello, atrapados en una búsqueda incesante de la hermosura. A la actividad que consiste en buscar y construir continuamente lo bello la llamamos arte. Y cuando lo practicamos casi siempre acabamos ligándolo al amor; por una disciplina artística o por la belleza misma, por una persona, por un paisaje, un pueblo, un ideal. Lo más sublime del ser humano se expresa en esta búsqueda sin fin de la belleza y del amor; en la pasión.

Pero lo cierto es que en su origen el amor, y también la belleza, no son más que sexo; la necesidad biológica de consumación y reproducción, el chapoteo constante de fluidos impulsado por el egoísmo de los genes y por la selección natural. Los mecanismos mentales y emocionales que nos impulsan a enamorarnos están ahí para mejorar las posibilidades de que nuestros genes se extiendan por generaciones futuras. La idea misma de lo que consideramos bello surge de cálculos movidos por la estimación de la fertilidad a largo plazo del sexo opuesto: una fría evaluación de éxito reproductivo subyace a nuestro concepto de belleza. Cuando nos emociona una pintura, la fachada de un edificio, una canción o una frase bien construida; cuando caemos víctimas del (imaginario) Síndrome de Stendhal, cuando enloquecemos de amor por alguien, en el fondo somos títeres cuyos hilos mueve la selección natural. El amor y la belleza no son más que biología aplicada.

Diana Santos Pintura que muestra dos manos cogidas

Diana Santos

Definimos lo bello como aquellas características de un ente, objeto o idea que nos proporcionan sensaciones placenteras y generan atracción en quienes los contemplan. Se asocian a la idea de belleza atributos como el equilibrio, la conexión con el cosmos, la paz e incluso la felicidad. Muchas de estas características están determinadas por las modas y cambian con el tiempo o el lugar donde se vive; están por tanto relacionadas con la capacidad de integración social de la persona, que en un primate altamente gregario y habitante de sociedades complejas como somos los humanos es en sí mismo un rasgo sometido a selección natural. Pero también existen ciertos rasgos que son considerados atractivos y hermosos a través del tiempo y las culturas; características intrínsecas que definen la propia idea de belleza.

Entre las cuestiones sometidas a los vaivenes de la moda y a través de ellos a la jerarquía social, clave en la reproducción humana, está por ejemplo el color de la piel. Dependiendo de la situación sociopolítica o económica de cada momento se ha considerado como más hermoso lucir un tono más oscuro o más claro, desde los tiempos en los que las damas bebían vinagre para provocarse anemia y estar más blancas (para no parecer campesinas, entonces las únicas bronceadas) hasta la presente era de bronceadores artificiales (para subrayar que tienes tiempo y dinero para los deportes al aire libre). Por no citar la importancia del tono concreto de piel a la hora de ser considerado como una minoría subyugada o como perteneciente al estrato social dominante. No sólo los vestidos o los adornos cambian con el tiempo: lo que en tiempos de Rubens o en el Antiguo Egipto se consideraba hermoso era un porte rellenito, puesto que sólo los ricos y poderosos podían comer hasta estar rollizos; ser delgado y fibroso era el sino del común de los mortales. La belleza física deseable cambia con el tiempo y el significado social de los rasgos que la definen.

Por otro lado sabemos que en los humanos, como en el resto de los primates de nuestro grupo, la posición social es un rasgo vital a la hora de decidir el éxito reproductivo. En los gorilas el macho más importante es literalmente el único que se aparea, y por tanto el padre de todos los hijos que nazcan en el grupo social, lo cual provoca infanticidios cuando hay una revolución que reemplaza la jefatura de la manada y el nuevo quiere forzar que todas las hembras queden disponibles para sus propios genes. En las más complejas sociedades de los chimpancés ser jerárquicamente superior no es la única forma de dejar descendencia, pero los individuos de mayor rango siempre reparten más ampliamente sus genes. Y esto afecta a ambos sexos, ya que existen escalas jerárquicas paralelas para machos y hembras; ellas también compiten.

Eric Lafforgue «Niño corcholatas» El niño lleva muchos adornos en la cabeza y en el cuello

Eric Lafforgue
«Niño corcholatas»

Nuestra irrefrenable tendencia a la conspicua exhibición de vestidos, joyas, chapas, collares, platos de labio o cualquier otro marcador estético de estátus tiene, por tanto, una sólida base evolutiva: nuestro éxito reproductivo depende de que los demás sepan que estamos bien situados en la escala jerárquica. Las ropas caras, los relojes escandalosos, las joyas ostentosas, los deportivos espectaculares o los yates cumplen una función sexual obvia. La moda, el hecho de cambiar con frecuencia cuáles de estos objetos son más deseables y cuáles no, no hace más que reforzar esta función, puesto que ir a la moda te identifica como interesado en el devenir y además económicamente pudiente. Los coches llamativos no reciben el apodo de «prótesis de pene» por nada: su función es servir de anuncios luminosos de rango elevado, igual que la exhibición conspicua de joyería y ropajes caros marca tu estatus en sociedades muy desiguales. En este sentido el comportamiento arrogante y despectivo, que muchas personas encuentran paradójicamente atractivo, se explica como un marcador secundario de superioridad jerárquica. La chulería puede ser deseable al estar asociada con las características de quien se puede permitir ser chulo porque es socialmente dominante: la arrogancia indica quién se la puede permitir.

La belleza en el cerebro

Pero aún más interesante es considerar la esencia de aquellos rasgos que todos los humanos encontramos agradables a lo largo de los tiempos y las culturas: la composición básica de lo bello. Estas características las consideramos atractivas en las otras personas pero también en nuestras obras artísticas en el más amplio sentido de la palabra, desde la pintura a la arquitectura o el urbanismo. Y muchas de ellas pueden conectarse directamente con requisitos relacionados con nuestro juicio sobre la capacidad reproductiva de otros humanos. Mucho de lo que consideramos bello no es más que una evaluación del potencial de hijos que tendríamos con alguien que tuviese esas características. Buena parte de la definición misma de belleza es selección natural por la vía del sexo.

Lori Hersberger

Lori Hersberger

Así sabemos que para las mujeres y a lo largo de las culturas y de la historia, se ha considerado que el mayor grado de atractivo lo muestran las damas cuya relación entre el ancho de la cintura y el de las caderas es 0,7, mientras que para los varones el óptimo atractivo se sitúa en una relación caderas-hombros de 0,9, valores, que no por casualidad está correlacionada con salud y elevada fertilidad. Cabe destacar que el ancho en sí mismo no es lo importante, sino la relación entre ambos valores: el índice no prejuzga el tamaño sino la forma, que se ha demostrado con datos se vincula a una mayor probabilidad de tener descendencia sana. Por eso las mujeres usan corsés para reducir su cintura; por eso los hombres usan hombreras para ampliar el ancho de su torso. Así nos atraen más las personas que según esta medida podrán proporcionarnos más hijos y por tanto extender más nuestros genes; con su programación el cerebro nos empuja en una dirección marcada por la selección natural. No es el único rasgo de este tipo.

Todas las culturas encuentran atractivo el pelo y las uñas largas, indicadores de salud mantenida en el tiempo, así como la piel lisa y sin manchas de una persona con un sistema inmunitario bien preparado para lidiar con las amenazas de su entorno. Por eso el negocio de peluquerías, champús y pelucas; las uñas falsas y los esmaltes de uñas, el maquillaje en todas sus variantes. La estatura elevada es muy heredable en condiciones estables de alimentación durante la infancia, lo que implica que es triplemente atractiva: marca genes de calidad y una infancia bien provista, y también favorece un estatus social dominante. Y de aquí salen los tacones, las posturas de modelo y los insertos de zapatos para aumentar la altura aparente. Estudios recientes indican que de modo inconsciente al oler o besar a otra persona estamos realizando un análisis de compatibilidad entre sus genes y los nuestros; ese aroma que encontramos irresistible lo es porque nos sugiere prole abundante y sana, y de ahí el negocio de perfumes, desodorantes y colutorios bucales. Pues lo que nuestros gustos ordenan el artificio lo complementa.

Pero aún quedan dos de las más importantes fuentes de belleza, dos manantiales de atractivo que son sin duda ninguna los más importantes con diferencia y que juntos explican una buena parte de lo que consideramos hermoso en nuestra especie. Ambos, de nuevo, relacionados directamente con la fuerza irresistible de la selección natural, ambos tan extendidos como para hacerse casi invisibles: la juventud y la simetría.

Fan Ho

Fan Ho

En efecto, nada encontramos más atractivo que la juventud y todos sus marcadores, desde piel lisa y sin arrugas a facciones de ojos grandes en relación con la cabeza que reproduzcan los índices que muestran los niños, en los que los ojos tienen tamaño adulto pero el resto del cráneo no. A ambos sexos nos pirran las carnes prietas, el pelo abundante, la agilidad y cierto grado de inconsciencia, todo ello porque indican juventud, que es el mayor indicador de potencial reproductivo de nuestra especie. De ahí las cremas rejuvenecedoras y las cirugías estéticas, la lencería que fija y sube, los tintes o los implantes de pelo. La juventud es vital para generar atractivo y por eso si es preciso hacemos extenuantes y carísimos esfuerzos para simularla. De juventud están llenos nuestros museos, nuestra literatura, nuestra escultura. Incluso en piedra, cerámica, pigmento o palabras encontramos que lo joven es hermoso.

Y si lo joven está lleno de potencial reproductivo lo simétrico está lleno de potencial genético, puesto que la simetría en las facciones indica un genoma de calidad. A pesar de las apariencias los cuerpos humanos son bilateralmente asimétricos, como demuestra la distribución de los órganos en el abdomen, y cualquier deficiencia en la calidad genética tiende a manifestarse durante el largo desarrollo humano en forma de asimetrías aparentes. Por eso nuestra obsesión con los rostros simétricos que se ha trasladado a otros campos como la pintura, la fotografía o la arquitectura. Los edificios de Palladio o los rosetones de las catedrales góticas nos parecen hermosos porque su simetría evoca en nosotros la sensación de estar ante un genoma de categoría. Incluso cuando el arte deliberadamente rompe o juega con las simetrías está rindiendo culto al poder que tiene sobre nuestra mente esta cualidad. Buena parte del arte del maquillaje consiste en disimular las asimetrías que toda cara humana posee para hacerla más bella haciéndola más simétrica. Simulando así una dotación genética mejor de la que realmente se tiene para maximizar nuestras posibilidades de conseguir sexo: decenas de miles de años de maquillaje y ropa son testimonio del poder inconsciente de esta idea.

La selección natural titiritera

La clave de todo esto está, cómo no, en el cerebro. La cuestión fundamental está escondida en lo que significan palabras como gusto o placer y en los mecanismos cerebrales que los determinan; pero sobre todo en qué estímulos particulares activan, o no, estos mecanismos. Si un determinado estímulo activa los centros del placer del cerebro querremos más de ese estímulo, lo consideraremos atractivo y lo definiremos como hermoso o bello. Si no hay estimulación de los circuitos de recompensa no habrá placer, ni atractivo, ni belleza. La esencia de lo hermoso es conectar determinados tipos de estímulos con la máquina de placer que hay en nuestro cerebro. ¿Y quién establece estas conexiones?

Liz Orton

Liz Orton

El cerebro tiene un mecanismo interno que cuando se activa nos genera la sensación agradable que llamamos placer. Técnicamente el placer es lo que experimentamos cuando una descarga de dopamina inunda determinadas regiones basales del cerebro, sobre todo el área conocida como Núcleo Accumbens y sus alrededores: lo que sentimos como placentero no es más que un chute de neurotransmisores en una zona de nuestro encéfalo. Esta descarga puede venir determinada por muchos parámetros, algunos de ellos puramente químicos: así es como actúan algunas drogas, liberando dopamina en el Núcleo Accumbens con tal prodigalidad que al poco estamos dispuestos a casi cualquier cosa por obtener un poco más. Otras consiguen su efecto por vía indirecta, inhibiendo las regiones inhibidoras de nuestro cerebro y provocando así la activación del circuito de recompensa multiplicando dos negativos.

Otras veces este chorro de neurotransmisores se dispara en relación con un comportamiento o actividad: una partida de cartas o el accionar de una ruleta, montar en una montaña rusa, consumir picante. Por supuesto  es el mismo mecanismo que se activa cuando practicamos sexo, y por eso hay todo un rango de actividades placenteras que, como las drogas, se pueden en algunos casos convertir en adicciones: al sexo, al juego, al peligro, al consumo de picante. El placer y la adicción tienen la misma raíz y sólo aquello que nos produce placer (en el sentido neurológico del término) tiene potencial adictivo. Este mismo origen es el que tiene lo que consideramos belleza, que son el conjunto de características estéticas que activan nuestro circuito del placer. Y como ya hemos visto, la vinculación entre un determinado tipo de estímulo y esta activación es producto de la selección natural, que nos premia cuando hacemos aquello que más aumenta la extensión de nuestra dotación genética.

Vemos por tanto cuál es la verdadera calaña de la belleza: servir como los hilos de un marionetista para modificar nuestro comportamiento de acuerdo con sus intereses. La conexión entre un estímulo determinado y un chute de placer es el mecanismo por el cual la evolución darwiniana se asegura de que hacemos aquello que tendrá mayores probabilidades de dejar una amplia y bien extendida descendencia, y así lleva siendo desde mucho antes de que inventásemos el arte o hasta la idea misma de lo bello. La belleza no es más que una trampa de la biología por las vías de la neurología y de la selección natural, y el arte es poco más que sexo camuflado bajo una capa de historia y retórica. La próxima vez que la hermosura de un rostro, un cuadro o una música amenace con embriagarle, recuerde que al final todo lo que hacemos es para mejorar nuestras capacidades de reproducción.

Tom Friedman «Open Black Box»

Tom Friedman
«Open Black Box»