Cuando tu cuerpo es tu peor enemigo

Andreas Lie «SCREAM #2»

Andreas Lie
«SCREAM #2»

El sistema inmunitario

Para entender qué es la autoinmunidad necesitamos tener claros algunos conceptos básicos de inmunología. La inmunidad es la capacidad que posee nuestro organismo para defenderse de cualquier elemento extraño o agresión exterior. Por lo tanto, la primera función del sistema inmunitario es la de ser capaz de reconocer lo propio de lo ajeno para, si se encuentra con ese elemento extraño, desencadenar una serie de mecanismos que permitan su eliminación. De esta forma, una de las tareas esenciales de nuestras defensas es la de aprender a reconocer las células del organismo: este proceso se denomina tolerancia inmunológica. Es una cuestión de crucial importancia porque un exceso de tolerancia hará que nuestro organismo no reconozca todas las sustancias extrañas que debiera, tornándose incapaz de defenderse (lo que conocemos como inmunodeficiencia); mientras que una falta de tolerancia provocará que considere como extrañas las propias estructuras del organismo, dando origen a la autoinmunidad (hipersensibilidad).

Nuestro sistema inmunitario se puede clasificar en función de si sus elementos precisan reconocer previamente al agente extraño (la llamada inmunidad específica, adaptativa o adquirida) o no reconocerlo (inmunidad natural, innata o inespecífica) para poder actuar. Por ejemplo, si un microorganismo logra atravesar la piel y los epitelios se pone en marcha el sistema de inmunidad natural. Se trata de una red de células y proteínas que responden a la infección o a la lesión de los tejidos a través del reconocimiento genéticamente programado de las moléculas extrañas. Por otro lado, el sistema de inmunidad específica constituye una barrera defensiva adicional, aún más sofisticada, formada por un tipo de moléculas que funcionan como adaptadores flexibles llamados anticuerpos, que por un lado se unen a los fagocitos, y por el otro se unen al microorganismo extraño (llamado antígeno) sin importar de qué tipo se trate. De esta forma los atrapan y eliminan.

Hemos de tener presente que cuando nuestro sistema inmunitario consigue vencer una infección aprende de dicha victoria, la recuerda. Esto significa que si se produce una nueva infección por el mismo microorganismo el sistema inmunitario reaccionará más rápido y de forma más intensa frente al mismo, impidiendo su desarrollo. De ahí que digamos que estamos inmunizados contra esa enfermedad; y por eso que debemos vacunarnos, para forzar ese aprendizaje de nuestro sistema de defensa sin llegar a padecer una enfermedad determinada.

La autoinmunidad y sus orígenes

Una vez hemos comprendido, aún de forma somera, cómo se defiende nuestro organismo frente a las agresiones, podemos comprender qué son las enfermedades autoinmunes. Éstas se caracterizan por una respuesta exagerada de nuestro sistema de defensa que se pone en marcha contra algún componente de los tejidos de nuestro propio organismo. De forma general, cualquier estructura de nuestro cuerpo puede ser el desencadenante de estas respuestas autoinmunes, aunque la práctica médica ha descrito algunas que lo hacen con mayor frecuencia que otras. Si el autoantígeno en cuestión (el componente normal de los tejidos que se convierte en diana de una respuesta inmunitaria) se encuentra en un tipo particular de tejido hablamos de una enfermedad autoinmune órganoespecífica; mientras que si se trata de una molécula que se localiza en diferentes órganos estaríamos ante una enfermedad autoinmune sistémica. Podemos decir, para simplificar, que quien sufre una enfermedad autoinmune es alguien alérgico a partes de su propio organismo o, como lo definió perfectamente el inmunólogo Ivan Roitt, «el sistema inmunitario es como un fiel perro guardián: nos defiende de todo lo que pretende invadirnos. Pero a veces se revuelve y muerde la mano que le da de comer».

Podemos situar el origen del estudio de la autoinmunidad órgano-específica en las descripciones de la miastenia gravis (enfermedad de la que hablaremos a continuación) que realizó John Maplet en 1658, en una carta enviada al doctor Thomas Browne de Norwich (Inglaterra). En ella explicaba el caso de un niño de siete años que mostraba una fatiga muscular de las extremidades. Catorce años después, en 1672, Thomas Willis describió con bastante precisión en su libro De anima brutorum los síntomas característicos de esta enfermedad. En ambos casos, tanto Maplet como Willis se limitaron a eso, a dejar constancia de unos síntomas sin llegar a profundizar en sus causas, aunque el trabajo de Willis fue mucho más completo.

Hubo que esperar a los estudios del médico alemán Paul Ehrlich (1854-1915) para que se plantease por primera vez la idea de que nuestro sistema inmune podría resultar peligroso para el organismo si reaccionaba frente a sus tejidos. De hecho acuñó el término horror autotoxicus para describir el ataque del sistema inmunitario contra sus propios tejidos. Ehrlich creía que existían unos mecanismos reguladores que en condiciones normales mantenían el sistema inmunitario bajo control. Su teoría para explicar la inmunidad defendía que las células tienen en su superficie unas moléculas receptoras específicas (que llamó cadenas laterales) que sólo se unían a determinados grupos químicos de las moléculas de las toxinas; si las células sobreviven a esta unión, se produce un excedente de cadenas laterales, algunas de las cuales son liberadas a la sangre en forma de antitoxinas circulantes (lo que hoy llamamos anticuerpos).

Tras los postulados del alemán, los primeros estudios experimentales serios sobre la autoinmunidad los iniciaron el médico y microbiólogo Jules Bordet (1870-1961), del Instituto Pasteur de París, y el patólogo y biólogo Karl Landsteiner (1868-1943) entre finales del siglo XIX e inicios del siglo XX.

Landsteiner, además de descubrir el carácter infeccioso de la poliomielitis y aislar el poliovirus; descubrir los grupos sanguíneos y el factor Rh, experimentó lo que por entonces se llamaba la inmunización de animales con bacterias saprófitas (bacterias que no son dañinas para el organismo). Estos estudios le permitieron observar que las reacciones dirigidas contra sustancias aparentemente indiferentes no podían llamarse con propiedad inmunización, sino que debían considerarse casos especiales de una ley general. También se interesó por los haptenos, la parte de un antígeno que por sí sola no dispara la respuesta inmunitaria, pero sí posee especificidad. Estos descubrimientos fueron muy importantes para entender la inmunidad, ya que supusieron el inicio del lento proceso de cambio en la idea ampliamente aceptada de que la inmunidad era únicamente una reacción protectora o defensiva. Ahora se intuía que se trataba de una reacción orgánica mucho más general que una respuesta a la introducción de sustancias ajenas al organismo.

Sin embargo, la comunidad médica no aceptó esa hipótesis que encerraba cierta ambigüedad. Aún se mantenía casi como un dogma la idea de que la autoinmunidad tenía que ser intrínsecamente imposible, después de todo «¿Qué oscura senda de la evolución permitiría siquiera la posibilidad de hallarse sometido a una horrenda autodestrucción?».

Balbusso Ilustración para el articulo «Viviendo con una enfermedad autoinmune» Fuente: The New Yorker Magazine

Balbusso
Ilustración para el articulo «Viviendo con una enfermedad autoinmune»
Fuente: The New Yorker Magazine

Pero todo cambió en 1956 cuando se realizaron los experimentos pioneros de Ernest Witebsky y Noel Rose.

Witebsky fue de los primeros investigadores en inmunología que concedió importancia al trabajo en equipo, y fue tras la llegada de Rose al Centro de Inmunología de Buffalo (Nueva York), cuando se pudo clarificar la enfermedad de la tiroiditis autoinmune de Hashimoto y se empezó a generalizar el concepto de enfermedad órganoespecífica. Los trabajos derivados de estas investigaciones publicados en el Journal of Inmunology en 1956, y en el Journal of the American Medical Association (JAMA) en 1957 se consideran hoy artículos clásicos de la literatura médica y pilares fundamentales para la comprensión de estas enfermedades. De hecho, hasta finales de la década de 1950 no existían criterios para definir el concepto de enfermedad autoinmune, problema que solucionaron Witebsky y Rose:

1. Se tiene que demostrar la existencia de un anticuerpo circulante o fijo en las células humanas.

2. Tiene que reconocerse un antígeno específico contra el cual se dirige el anticuerpo.

3. Debe ser posible la producción de un anticuerpo contra el mismo antígeno en animales de experimentación.

4. Tienen que aparecer cambios patológicos similares a los que se observan en la enfermedad humana en los tejidos correspondientes de un animal sensibilizado activamente.

La miastenia grave

Ya hemos comentado el caso de la miastenia grave como una de las primeras enfermedades autoinmunes descritas en la literatura –el término myasthenia deriva del griego (mys: músculo y astheneia: debilidad) y el calificativo gravis deriva del latín y significa grave o serio–. Se trata de un trastorno de la función neuromuscular debido a la presencia de anticuerpos contra los receptores de la acetilcolina presentes en la unión neuromuscular. La principal característica de esta enfermedad es la fatiga y el agotamiento que puede afectar a cualquier músculo del organismo, aunque lo hace sobre todo en los músculos de los ojos, la cara, los labios, la lengua, la faringe y el cuello. Esta debilidad muscular aumenta durante los períodos de actividad y disminuye después tras los períodos de descanso.

Los primeros escritos sobre esta enfermedad se remontan hacia la segunda mitad del siglo XVII, donde se describen con bastante precisión sus síntomas característicos. Ya hemos señalado que Thomas Willis fue de los primeros en dejar constancia de esos síntomas en 1672, y su importancia fue reconocida dos siglos más tarde cuando Guthrie resaltó su trabajo en la revista The Lancet.

Muchos especialistas consideran que el arte medieval nos ha dejado ejemplos claros de personas afectadas por esta enfermedad en gran cantidad de retratos. Concretamente vamos a destacar una obra magnífica de Leonardo da Vinci –curiosamente, la única obra de Leonardo que se conserva en Norteamérica– que muestra la característica más común de esta enfermedad (nos referimos al retrato de una mujer, conocido como el Retrato de Ginebra de Benci, datado entre los años 1474 y 1476 y realizado al temple, óleo sobre tabla).

Leonardo da Vinci «Retrato de Ginevra de Benci»

Leonardo da Vinci
«Retrato de Ginevra de Benci»

La mirada enigmática de la modelo podría no ser más que una pose, pero muchos facultativos no pueden evitar ver en ella uno de los síntomas más claros de la miastenia grave, la debilidad de los párpados, que configura un rostro al mismo tiempo altivo e indiferente.

La artritis reumatoide

La artritis reumatoide es una enfermedad crónica que se caracteriza por una inflamación de las articulaciones (artritis). Su diferencia fundamental con otro tipo de dolencias que afectan a los huesos es que, al tratarse de una afección autoinmune, se produce una progresiva y definitiva destrucción de las articulaciones, lo que provoca una notable deformidad y un deterioro de su funcionamiento. En la mayor parte de los casos afecta por igual a ambos lados del cuerpo, sobre todo las muñecas, los dedos de las manos, las rodillas, los pies y los tobillos. Como es de imaginar, se trata de una enfermedad muy limitante que provoca serios problemas en la vida cotidiana de los pacientes.

La primera descripción de esta enfermedad la encontramos en un trabajo del cirujano francés Augustin Jacob Landré-Beauvais, quien, en 1800, publicó sus observaciones en la que sería su tesis doctoral. Llamó a esta enfermedad gota asténica primitiva, diferenciándola claramente de la gota común (que era conocida desde Hipócrates). Además de los síntomas comunes de la gota, se percató (al estudiar nueve pacientes) que era una enfermedad que predominaba en las mujeres, que afectaba a varias articulaciones desde el comienzo de la enfermedad y se volvía crónica, y que traía consigo un deterioro generalizado del estado de salud. El nombre de artritis reumatoide se lo debemos al médico Sir Alfred Baring Garrod, quien lo propuso en 1859 para sustituir las diversas denominaciones utilizadas hasta entonces para esta enfermedad.

De nuevo la pintura nos ofrece un abundante muestrario de casos donde los artistas han dejado constancia de los estragos de la enfermedad. Es el caso por ejemplo del maestro renacentista Sandro Botticelli que pintó el llamado Retrato de un joven donde aparece un síntoma típico de la artritis reumatoide: la inflamación y deformidad en las articulaciones interfalángicas. Idéntica situación apreciamos en la Madonna di Bardi.

Sandro Botticelli «Retrato de un hombre joven»

Sandro Botticelli
«Retrato de un hombre joven»

Lupus

Para terminar nuestro breve repaso por algunas de las principales enfermedades autoinmunes vamos a hablar del lupus, una enfermedad que hasta hace relativamente poco tiempo era completamente desconocida para el público, algo que cambió gracias a una famosa serie de televisión.

La mayoría de pacientes que padecen lupus eritematoso generalizado (o sistémico) sufren, por lo menos en algún momento de su enfermedad, un enrojecimiento de la piel de la cara. De hecho, este síntoma fue lo que definió a la enfermedad en un primer momento y de ahí proviene su nombre: eritematoso significa enrojecido y lupus proviene del latín y significa lobo. El nombre de la enfermedad, utilizado por primera vez por Pierre Cazenave (1795-1877) hacia 1850, hace referencia a que la piel de la cara se inflama y se pone rojiza (la similitud de las lesiones cutáneas con la mordedura de un lobo parece ser el origen de su apelativo).

Aunque en principio el término lupus hacía referencia a la destrucción o degeneración de la cara por diversas enfermedades cutáneas, pronto se describieron nuevos síntomas como dolores generalizados, cansancio, fiebre etc. Precisamente, lo complicado del lupus es que se manifiesta de tantas maneras que es fácil confundirla con otras enfermedades.

Y hoy en día es una enfermedad mucho más conocida gracias a la serie televisiva House M. D. de la cadena norteamericana Fox. Para los pocos que no conozcan esta exitosa serie, decir que el argumento gira en torno al Dr. Gregory House (personaje encarnado por el actor británico Hugh Laurie), que dirige un equipo de diagnóstico en un hospital de Nueva Jersey. En cada capítulo se libra una batalla contra una enfermedad y cada miembro del equipo va aportando ideas, de la misma forma que un grupo de policías trataría de desentrañar un crimen, para llegar al diagnóstico correcto de la enfermedad.

Pues bien, el lupus aparece mencionado en varios capítulos precisamente por su dificultad de diagnóstico y la coincidencia de sus síntomas con muchas otras enfermedades, a las que puede enmascarar. De hecho, gracias a las continuas menciones en la serie, la Presidenta de la Asociación de Lupus de Málaga ha reconocido que muchos de los enfermos a los que se trata actualmente acudieron a los centros hospitalarios tras conocer los síntomas de los que hablaba House. En ocasiones, muy contadas, la televisión hace una labor divulgativa útil.

Referencias

Aj, L. B., «The first description of rheumatoid arthritis. Unabridged text of the doctoral dissertation presented in 1800», Joint Bone Spine, vol. 68, núm. 2, 1957, pp. 130-143.

Rose, N. R. y  Bona, C., «Defining criteria for autoimmune diseases (Witebsky’s postulates revisited)», Immunology Today, vol. 14, núm 9, 1993, pp. 426-430.

Rose N.R., Witebsky E., «Studies on organ specificity. V. Changes in the thyroid glands of rabbits following active immunization with rabbit thyroid extracts», J Immunol, núm. 76, 1956, pp. 417-427.

Silverstein, A. M., «Paul Ehrlich’s passion: The origins of his receptor immunology», Cellular Immunology, vol. 194, núm. 2, 1999, p. 213-221.

Silverstein, A. M., «Autoimmunity versus horror autotoxicus: The struggle for recognition», Nat Immunol, vol. 2, núm 4, 2001, pp. 279-281.

Witebsky E., Rose N.R. et al., «Chronic thyroiditis and autoimmunization», JAMA, vol. 164, 1957, p. 1439.