Mamá

Tamara Feijoo «Mamá»

Tamara Feijoo
«Mamá»

Llegaba tarde. La ventana de la habitación de mis padres emanaba una tenue luz azul inculpatoria y revelaba parcialmente la maraña de hierba del jardín que tendría que atravesar. Sólo oía mis tímpanos todavía embotados y la bichería camuflada con la tierra.

La luz del recibidor se encendió y con ella los grillos comenzaron a grillar con estrépito. El sonido parecía venir de todas partes. La longitud de la onda que producen es tan similar a la distancia entre nuestros oídos que resulta imposible saber exactamente dónde están. Invaden el silencio y lo subrayan.

La puerta del recibidor se abrió y cubrió de luz el jardín. La maraña de hierba se volvió verde, trazó el camino enlodazado y brillante entre mi padre y yo. Nos miramos las caras con vergüenza, una vergüenza tan propia de mí, tan impropia de él. Yo le miraba con los ojos todavía ahumados, y él me miraba con esos ojos hundidos por el fracaso, pequeños y sin brillo, clavados en los míos como un dedo índice acusador.

Cerró la puerta tras de sí y caminó con decisión hacia mí, aplastando la hierba tras su paso. Me voy, me espetó. ¿Adónde te vas? Apartó sus ojos de los míos, manteniendo la mirada erguida y se fue, fugaz, sin rozarme. Se disolvió en la negrura, más allá del jardín y de los grillos. Ahora oía los pálpitos de mi pecho, los oía con el estómago.

Dijo que se iba, lo sentenció, y se fue. Esta vez parecía de verdad, huyó fingiendo compostura, cargando con la vergüenza sobre sus hombros, dejando sus huellas hundidas en la tierra, como alquitrán, huyendo de mi madre y de mí.

Cobarde, susurré. Lo dije con timidez, saboreando cada sílaba, lo pronuncié para escucharme decirlo. Eres un cobarde y tú una consentidora.

No era la primera vez que algo así sucedía, ya sabía lo que tenía que hacer, así que cogí una profunda bocanada de aire como quien toma un último trago, para llenarme de ese falso valor y seguir adelante porque es lo que toca. Volvería a pasar el duelo junto a mi madre, fingiendo ser la adulta que se suponía que ya tendría que ser. Volvería a crecer de golpe, a ser su voluntad, su sentido. Cruzaría ese paréntesis de vida por ella y a pesar de ella, un paréntesis que duraría un poco más, más negro que la vez anterior, más terrorífico y rotundo. Cogí aire y atravesé el jardín.

Entré en casa y subí las escaleras hasta la habitación de mis padres. La tenue luz azul se colaba por el quicio de la puerta y enmarcaba el pasillo.

¡Mamá! Escuchaba su respiración atosigada, un llanto seco y enérgico. Me acerqué a la puerta y, antes de tocar el pomo, la puerta se hinchó bruscamente, su aire circundante me apartó de un soplido. ¡Mamá! La puerta empezó a hincharse y a encogerse con violencia. La luz azul iba y venía. La respiración de mi madre se estaba volviendo monstruosa. Intenté agarrarme a la puerta por el quicio desencajado y frenar con mi cuerpo su movimiento. Sentía en mis dedos las hebras de madera desconcharse. La puerta golpeteaba mi pecho con furia. ¡Mamá! Todo crujía con estridencia. Imaginaba toneladas de madera crujiendo al compás en esa habitación. El armario explotando en astillas, el parqué salpicando las pareces como estacas, vigas desplomándose como puñales sobre la cama. ¡Mamá! El ruido ya no me dejaba escuchar su respiración. Sentía mis dedos despellejados, las uñas despegadas. La puerta batía emitiendo un latido sólido y ¡bum!, el golpe me lanzó contra el suelo.

Parecía que un cuchillo tratase de hacerse camino atravesando la puerta. La acuchillaba a más ritmo que el latido. Otra vez, otra, otra, otra. Hasta que un gigantesco punzón de bronce consiguió estriar la madera y colarse hasta el pasillo. ¡Mamá! Seguía apuñalando la madera con un movimiento espasmódico, trataba de hacer ceder la estría. Era una enorme pata puntiaguda de bronce cubierta de tendones brillantes.

Se llevó la puerta por delante. Dentro de la habitación sólo había furia, metal revuelto, metal cobrizo y negro luchando por desperezarse, rabioso.

Más patas de bronce se abrían paso con ferocidad, rompiendo ventanas y reventando paredes, apuñalando el suelo hasta convertir toda la habitación en escombro. Una tras otra, las ocho enormes patas atravesaban paredes y ventanas hasta lograr invadir todo el jardín, hasta enjaular la casa. Cada una de las patas se clavó como un aguijón en la tierra, haciendo temblar los cimientos. Se retorció hasta acomodarse. Su cuerpo todavía estaba dentro de lo que quedaba de casa, calmándose poco a poco.

El metal de sus patas parecía solidificarse, se estaba volviendo rígido y uniforme. Se estaba sosegando. Así que me acerqué a la pata que atravesaba el pasillo y posé sobre ella mi mano. La acaricié despacio y con ternura. Tranquila, mamá. El bronce se iba enfriando. Se iba camuflando con el entorno a medida que ganaba consistencia. Ella es de bronce porque es primitiva, porque su circunstancia está sometida a la voluntad de un hombre. Es de bronce porque se oculta con la paleta de lo ordinario entre el trajín de la vida. Es de bronce porque es valiosa y dota de valor. El bronce es la mezcla capaz de convertir a las estatuas, como mi madre, en esculturas.

Se iba enfriando lentamente. A medida que perdía calor, los átomos de cobre del bronce se iban ordenando hasta formar un perfecto cristal cúbico. Los átomos de estaño se iban inmiscuyendo en la red cristalina ocupando la posición de algunos átomos de cobre, fortaleciendo la red, poniendo a prueba su estado natural, alterando la distancia habitual entre los átomos de cobre, sometiendo la estructura a tensiones mayores.

Seguí acariciándola hasta que ya estuviese fría, fría como el metal, absorbiendo mi calor.

Entre sus tendones de bronce observé clavadas pequeñísimas esquirlas, como chispas puntiagudas de sal. Las rocé con las yemas de los dedos hasta que un finísimo polvo translúcido se posó entre mis pliegues dactilares. Observé las yemas de mis dedos, cómo ese finísimo polvo iba incrustándose en mis poros y ennegreciendo mi piel. Aquel polvo brillante se convertía en una piedra infernal en mis manos, me cauterizaba los dedos hasta convertirlos en tizón quemado. Aquellas piedras infernales, tan pulcras en soledad, tan negras al tacto, sin duda eran esquirlas de nitrato de plata.

Me asusté. Me levanté del suelo de un respingo y me aparté de mi madre. Traté de sortear la pata que atravesaba el pasillo hasta llegar a la escalera. Volvieron a temblar los cimientos, al principio levemente, pero en cuanto posé un pie en el primer escalón, el temblor se convirtió en una violenta sacudida que hizo estallar las escaleras.

A mi alrededor se agitaban patas, cables, astillas, losas. Todo saltaba por los aires formando un amasijo de materiales duros y afilados. Algo me mantenía a resguardo a pesar de la vorágine. Toda la casa se desplomaba y yo parecía flotar como parte de todo aquello. Ya no estaba en aquel pasillo oscuro, sentía que estaba a la intemperie, que tras mis párpados amanecía, que mi pelo se encrespaba con el rocío matutino y resplandecía bajo el sol. Todo se estaba convirtiendo en escombro a mi alrededor. Todo el jardín estaba sepultado bajo piedra y madera. Las huellas de la huida estaban enterradas bajo la cárcel derruida de mi madre. Todos los grillos muertos, todo el silencio ahogado en su estrépito destructor. Y yo emergía de los escombros, a resguardo, como amarrada a una red invisible que me mantenía pegada a su cuerpo.

Sentía cómo del escombro ascendían finos granos de purísimo carbonato de calcio, cómo se embutían en mis poros, se colaban en mi torrente sanguíneo y reconstruían mi cuerpo. Cómo desde la punta de mis pies, el carbonato de calcio trepaba a través de mí petrificándome los músculos, los tendones, la piel, hasta llegar a las yemas de mis dedos. El blanco carbonato de calcio reconstruía cada uno de mis poros, exudando el negro tizón quemado de nitrato de plata, librándome del daño y transformándome lenta y apaciblemente en mármol.  Sentía frío en las mejillas, frío pétreo. Me sentía blanca y resplandeciente, como una escultura preparada para salir a la intemperie, hecha de piedra nativa e impoluta.

Mi madre comenzó a tejer a mi alrededor una malla más dura que el bronce de su cuerpo. La tejió con los hilos de acero que extrajo de los bloques de hormigón armado que ahora sepultaban el jardín. Fue tejiendo una malla fuerte que, como un arnés, amarró a su cuerpo. Ya estaba preparada para erguirse, conmigo a salvo. Hizo fuerza con sus patas hasta conseguir elevar su pesado cuerpo de bronce, cargando con su hija de mármol bajo el vientre. Me elevé a diez metros del suelo. Todo aquel escombro, aquella casa reducida a desechos, parecía más pequeña, parecía en calma desde aquí arriba.

Atravesamos toda la ciudad, sorteamos todos los obstáculos. Aquellas ocho esbeltísimas patas se movían con ligereza y elegancia entre las calles. No hacían el menor rasguño al asfalto. Mi madre era de bronce, pero parecía que la gravedad no le afectaba. Caminaba liviana y exquisita.

Atravesamos toda la ciudad hasta llegar al límite de la tierra, hasta que pudimos ver el mar, hasta que nuestros ojos, a diez metros de altura, fueron capaces de divisar unos kilómetros más de horizonte.

La brisa marina nos azotaba la piel. El cuerpo de mi madre se iba volviendo rígido, se iba enfriando de nuevo, iba cristalizando a medida que las minúsculas gotas de mar resbalaban por su cuerpo. Las esquirlas de nitrato de plata que resplandecían entre sus tendones se iban disolviendo con el agua y embadurnaban todo su cuerpo. El color cobrizo del bronce se iba desvaneciendo bajo un manto negro. El nitrato de plata disuelto, bajo el sol de aquella mañana, se iba convirtiendo en oscuro óxido de plata. Toda su piel se volvió negra. Sus patas de bronce, su cuerpo, la malla de acero. Todo se volvió negro y rígido bajo el sol. Imperturbable. Todo en ella era negro y de metal, todo excepto el blanco mármol que resguarda en su vientre.

Basado en la obra de Louise BourgeoisMamá (Maman), 1999
Bronce,  nitrato de plata, acero inoxidable y mármol