Si errar es humano la ciencia de la nutrición es muy humana

En los albores de la nutrición todo pintaba de color de rosa y nada hacía presagiar el caos en el que estamos actualmente inmersos. Al principio, el descubrimiento de algunos alimentos a la hora de prevenir y revertir ciertos cuadros carenciales fueron determinantes para generar y trasladarnos, hasta el día de hoy, esa sensación casi de omnipotencia cuando de evitar y curar las enfermedades se trata a través de la dieta.

Sin ser demasiado escrupuloso con las fechas podría decirse que fue a mediados del siglo XVII cuando empezaron a fraguarse los cimientos del actual maremágnum dietético. Un desconcierto que podría resumirse fácilmente en una frase: lo que ayer era bueno-buenísimo, hoy es malo-malísimo y viceversa. O peor aun, cuando la nutrición como ciencia se ha convertido en una especie de torre de Babel en la que al parecer es imposible llegar a ningún acuerdo entre los mensajes de las administraciones sanitarias, los medios de comunicación, la industria alimentaria, la comunidad científica y los ciudadanos.

Las enfermedades carenciales abrieron, sin saberlo, la caja de Pandora

Fue en torno a 1747 cuando el médico británico de la Royal Navy, James Lind, llevó a cabo el primer ensayo clínico de la historia(1) en el que identificó un elemento protector y curativo de determinados alimentos frente al escorbuto: los cítricos. No obstante, aún quedaba bastante tiempo antes de poder señalar al ácido ascórbico (vitamina C) como el actor principal de este tratamiento preventivo y curativo. De este modo se empezaron a sentar las bases científicas del impacto de la alimentación en la salud de las personas. A medida que transcurrieron los años se identificaron otras enfermedades vinculadas con algún tipo de deficiencia: anemia, pelagra, bocio… enfermedades a las que en no pocos casos se les atribuía anteriormente una causa infecciosa o más o menos mágica, y ahora tenían un tratamiento dietético y conocíamos su origen. Este tipo de descubrimientos sirvieron para remachar de algún modo un concepto que ya empezaba a estar en boca de la población general: lo que comes (y lo que no) influye en tu salud, te puede hacer enfermar o te puede curar.

Lourdes Núñez «Georgette» Pintura que simula naranjas partidas de diferentes colores

Lourdes Núñez
«Georgette»

Pero la ciencia es como es y siguió a la suya, avanzando: había que aislar y concretar el elemento que en cada uno de esos alimentos y en cada una de esas situaciones patológicas obraba el milagro de la curación. Estamos ya en la primera mitad del siglo XX, los años dorados de la nutrición como ciencia, en los que se aislaron e identificaron las principales vitaminas y se describieron las rutas metabólicas en las que estas participaban, al igual que en el caso de buena parte de los minerales. Fueron años de grandes hallazgos, y con semejante escenario no es de extrañar que, en cierto modo, se llegara a un estado de histeria colectiva complaciente en la que los nutrientes (las vitaminas y minerales principalmente) fueron alzados hasta los altares de la excelencia dietética por encima de los propios alimentos en una estrategia que aún perdura con fuerza, se llama nutricionismo y la industria alimentaria explota con ahínco su filón. Esta época gozó incluso de la figura de un superhéroe, icono perfecto de la situación, que se personificó en la figura de súper-ratón, un ratón de dibujos animados epítome de salud y fortaleza quien despedía todos sus capítulos(2), capa al viento, con un elocuente «… y no olviden supervitaminarse y mineralizarse» que retumbaba en la cabeza de todos los niños, y no tan niños, de la época. Podría decirse que Popeye también personificó este tipo de asociaciones con sus espinacas y el más que turbio asunto del hierro que contienen como origen de su particular fortaleza (pero esa es otra historia)

Ale Giorgini Dibujo de Popeye y Olivia

Ale Giorgini

Las enfermedades crónicas y los estudios epidemiológicos

Así, y poco tiempo más tarde, una vez solucionados, o cuando menos explicados, los problemas derivados de la falta de alimentos concretos y sus nutrientes, una nueva sombra se cernió sobre la salud de los ciudadanos de los países desarrollados. Ya no era lo que faltaba incorporar en la dieta lo que nos enfermaba (y que se solucionaba con su inclusión), el problema a partir de la década de los años ’50 del pasado siglo, una vez arreglada, más o menos, la cuestión de contar con una suficiente y variada oferta alimentaria, se centró en las malas elecciones dietéticas como motor de las enfermedades metabólicas. El problema lo empezaron a constituir patologías o situaciones crónicas como la obesidad, la diabetes, las enfermedades coronarias, el cáncer, etcétera.

Ya no valía con estudiar qué era lo que faltaba en la dieta, sino qué era lo que sobraba. Por desgracia, este nuevo reto no iba a ser tan sencillo como el anterior. Además, y a diferencia de las enfermedades carenciales, las metabólicas no aparecían de la noche a la mañana, ni desaparecían en ese lapso de tiempo una vez implementado el tratamiento. No, las patologías crónicas más modernas se desarrollan poco a poco, llegan a tener el carácter de insidioso y lo más habitual es que tengan muchas variables que afecten a su desarrollo. Todo un problema cuando además de las complicaciones inherentes a este hecho, la solución, de ser hallada, implicaría señalar con el dedo a un grupo de alimentos, alimento o nutriente, desterrarlo de la dieta y por tanto de la cesta de la compra. Es decir, la toma de decisiones en este terreno iba a tener, desde el punto de vista de los intereses económicos, víctimas directas.

Con este marco, los estudios epidemiológicos, aquellos que observan diversas variables en una población y las relacionan con su estado de salud, iban a tener, y tienen, numerosos elementos de confusión y limitaciones. No es de extrañar pues que ante el uso de un mismo alimento se puedan encontrar estudios tanto a favor como en contra a la hora, por ejemplo, de valorar el riesgo que tiene de inducir un cáncer. Y no es hablar por hablar. En este trabajo se contrastó que la mayoría de alimentos básicos que se puedan encontrar citados en un libro de recetas como ingredientes, figuran al mismo tiempo en estudios que los relacionan de forma positiva y negativa a la hora de promover el cáncer. Si hablamos de la relación entre alimentos, hábitos de consumo, nutrientes, obesidad y enfermedad cardiovascular, el panorama tampoco es demasiado halagüeño. El hacer un desayuno o no hacerlo se ha relacionado con la obesidad en ambos sentidos; la frecuencia de ingestas a lo largo del día (comer de 2 a 5 veces) también; lo mismo pasa con el consumo de refrescos, depende de cómo se haga el estudio (y de quién lo financie) su relación con la obesidad irá en un sentido o en otro; el colesterol dietético o las grasas saturadas de la dieta se han relacionado durante décadas con el riesgo cardiovascular, y sin embargo los estudios actuales no encuentran esa relación, o si la encuentran, es de una magnitud mucho menor que la anunciada anteriormente, y así un largo etcétera de alimentos y hábitos alimentarios.

Jenny Saville Mujer en una galería contemplando la pintura de un bebé obeso

Pintura de Jenny Saville

Todo el mundo coincide en que los ensayos controlados y aleatorizados son la herramienta de elección a la hora de establecer el mayor nivel de evidencia. Pero su puesta en marcha choca en ocasiones frontalmente con cuestiones éticas, y las nutricionales no son una excepción. Esto es lo que se puso de relieve, con la mayor de las ironías posibles, en un estudio que concluyó que la eficacia de los paracaídas a la hora de prevenir muertes y grandes traumatismos relacionados con la acción de la gravedad no se ha sometido jamás a una rigurosa evaluación mediante el uso de ensayos controlados y aleatorizados. O dicho de otra forma, que nadie ha tenido la idea de hacer ese ensayo consistente en lanzar 50 sujetos con paracaídas desde un avión en pleno vuelo, y a otros 50 sin él para, posteriormente, anotar los resultados y obtener una evidencia de nivel superior al respecto de la eficacia de los paracaídas tras la caída. Sencillamente, hay ensayos que no son éticamente realizables. Y con las cuestiones alimentarias y su impacto a largo plazo pasa mucho de esto.

En un mundo “ideal” se podría dividir a dos millones de personas en dos grupos, encerrarlas de por vida, darles la misma dieta a todos y, a uno de los grupos, suplementar su alimentación diaria con una copa de vino. Así, tras 70 años de confinamiento y de control absoluto de las posibles variables se podrían analizar los datos de longevidad, enfermedades coronarias, etcétera. Luego habría que hacerlo con la cerveza, y también con el chocolate, con las manzanas y con la mantequilla. Del mismo modo habría que probar con el tocino de cerdo, con el jamón de bellota, con las sardinas y con los arándanos (todo por separado, claro). De esa forma, y solo de esa, se podría tener una idea más o menos clara del efecto de todos esos elementos dietéticos en la salud. Todo ello sin tener en cuenta que además las cuestiones nutrigenéticas tendrían también algo que decir. Así que lo ideal sería también escoger a esos dos millones de personas en base a su similitud genética. Tal y como se puede comprobar, la ciencia de la nutrición no puede trabajar en el marco de este tipo de mundos “ideales”, y por tanto, lo que nos queda dentro de lo que se puede hacer es contar con los estudios epidemiológicos, con sus tremendas limitaciones, sesgos y elementos de confusión. Otra de las soluciones que se suelen aplicar para conocer el impacto de un elemento dietético consiste en realizar esos ensayos “ideales” con modelos animales, a los cuales sometemos a condiciones que nosotros, obviamente, no queremos, y que arrojan unos resultados que en muchas ocasiones son difícilmente trasladables a las circunstancias humanas, tanto por nuestra diferente fisiología, como por que nosotros no nos vemos obligados a comer o dejar de comer a la fuerza tal alimento (salvo que alguien sea un niño desafortunado y tenga unos padres que le obliguen a comer a la fuerza, que esa es otra, aunque el caso no forme parte de ningún estudio).

La guinda

Por si esta situación a la hora de obtener recomendaciones concluyentes sobre qué es idóneo a la hora de comer no fuera suficientemente difícil, hay otros actores que van a terminar por condicionar de forma importante el mensaje, y no para bien precisamente. Hablando en plata, se trata de los intereses económicos implícitos en muchas de las maniobras encaminadas a dirigir un mensaje “saludable” a la población general. La industria alimentaria, en su conjunto, es uno de los motores económicos más potentes del mundo, si no el que más, y habiendo tanto en juego no es descabellado pensar que las empresas que la conforman traten de meter la cuchara y sacar la mejor de las tajadas posibles formando grupos de presión política –lobbies– estableciendo alianzas con las administraciones sanitarias, asalariando voluntades científicas y ejerciendo su poder en los medios de comunicación para influir sobre la opinión general y conseguir que al final la población termine comiendo de una determinada forma, no siempre la más saludable, a pesar de que la salud sea el punto de palanca con el que convencer a dichos comensales.

Suena a conspiración, lo sé, pero afortunadamente estas terribles acusaciones tienen un respaldo en la figura de alguien difícilmente cuestionable. Me refiero la Dra. Margaret Chan la actual Directora General de la Organización Mundial de la Salud. En 2013 lo dijo bien claro en el discurso de apertura de la 8 ª Conferencia Mundial de Promoción de la Salud: «En la actualidad las campañas de promoción de estilos de vida saludables y la adopción de conductas para alcanzarlos se encuentran con la oposición de fuerzas que distan mucho de ser “amables”. Más bien, todo lo contrario […] ya que si una industria está involucrada en la formulación de políticas de Salud Pública, tengan la seguridad de que aquellas medidas más eficaces serán o bien minimizadas o bien apartadas en su totalidad. Y esta tendencia está bien documentada».

Pero para llegar a tener ese nivel de influencia que requiere un lobby, para que el mensaje que la industria alimentaria (personificada en palabras de la Dra. Chan como «Big Food», «Big Soda» y «Big Alcohol») sea creíble, se hace preciso contar con estudios científicos que digan lo que esta quiere decir, y de eso también hay pruebas bastante recientes. Lamentablemente no es un caso aislado. Tal y como denuncia en un reciente artículo Marion Nestle, profesora de nutrición de la Universidad de Nueva York: «existe tanta investigación financiada por la industria que tanto los profesionales de la salud como la población general ha perdido la fe en las recomendaciones más básicas sobre alimentación». Una opinión que se expone y desarrolla con todo lujo de detalles en la muy extensa obra de Marion Nestle, empezando por su último libro, Soda politics.

Y aunque no estemos en tiempos de la revolución francesa, queda por citar al cuarto poder, la prensa, sin la cual el caos nutricional actual no alcanzaría ni mucho menos las cotas a las que hemos llegado. Sabiendo un poco de nutrición, se hacen muy difícil de creer algunos de los titulares que ponen en alza determinados alimentos usando la salud como ariete, estudios aislados y descontextualizados, que al mismo tiempo parecen sacados del guion de una comedia barata: el chocolate no engorda, adelgaza; el pan es un alimento indispensable en una dieta saludable; los zumos equivalen a una ración de fruta; un vaso de leche ayuda a dormir; la dieta proteinada es la clave para adelgazar de forma definitiva; etcétera. No obstante, el ejemplo clásico en este terreno lo constituyen los recurrentes y disparatados titulares sobre los beneficios derivados del consumo de cualquier medida (moderada y responsable, dicen) de cualquier bebida alcohólica, típicamente vino y cerveza. Puede que no sean publirreportajes, reconozco que no tengo pruebas para así defenderlo, pero lo parecen. Igual solo se trata de generar cierto sensacionalismo a partir de titulares más o menos impactantes en un ejercicio de amarillismo nutricional con el fin de vender más ejemplares o visitas en una página web. A pesar de que la salud esté en juego.

John Heartfield

John Heartfield

Los consumidores también tenemos la culpa

Tal y como decía aquel, si no hubiera bobos no existirían los engañabobos. Me explico. En muchos casos la escasa capacidad crítica de algunas personas, aunada con la razonable necesidad de encontrar una solución rápida, propicia los más disparatados mensajes sobre nutrición. Tales mensajes proliferan haciendo buena la clásica ley de la oferta y la demanda y por tanto, siempre van a encontrar un nicho de consumidores ávidos por encontrar la solución mágica. Se suele tratar de soluciones simples que, no importando los argumentos en los que estén fundamentadas, terminan convirtiéndose en una especie de comidilla motivo de acalorados debates entre quienes lo han leído en Internet (o donde sea) y las defienden a capa y espada, muchas veces abusando del respaldo “científico”. Pero, es que tal y como menciona Ben Goldacre en su libro Mala Ciencia, «hay pocas opiniones que sean tan absurdas como para que no haya, al menos, una persona con un doctorado en alguna parte del mundo que las suscriba y respalde a beneficio de quien sea».

No está todo perdido

Pocas metodologías hay más básicas en ciencia que seguir la estrategia de la prueba y error, y según parece en esas estamos al respecto de la nutrición y las enfermedades metabólicas. Apenas defenestrado, o aun en ello, el que parecía inmutable paradigma de las calorías y de las grasas, actualmente despertamos a la “nueva” revelación científica al respecto de culpar a los azúcares simples de buena parte de nuestras actuales penurias crónicas en forma de obesidad, enfermedad cardiovascular, diabetes y cáncer. Lo de “nuevas” figura entrecomillado porque en realidad la cuestión azucarada no tiene nada de novedosa, ya en la década de los años 70 esta hipótesis cobró cierta fuerza, pero fue rápidamente apartada (probablemente de forma equivocada) por la entonces rutilante certeza dietética: las malas son las grasas.

En el camino, es preciso reconocer que la ciencia no es perfecta, baste tener en cuenta que la ejercen seres humanos, y que por tanto está sujeta a errores no forzados y, como no, también tristemente a los forzados. Pero esto, además de constituir un escollo, ha de ser observado como un elemento de mejora.

Para una buena parte de la población se hace totalmente incomprensible el actual galimatías nutricional, y en un ejercicio de empatía es preciso coincidir con que eso es algo totalmente comprensible. A los problemas metodológicos de los estudios observacionales que tratan de discernir entre la correlación de dos variables y las relaciones de causalidad, se unen los intereses de la industria alimentaria, los de los medios de comunicación y los de un sector de la población con un limitado juicio crítico. Todo ello, en suma, termina en una asombrosa disparidad del mensaje saludable al respecto de qué es mejor comer y de su variabilidad en un mismo momento.

A pesar de la naturaleza de cualquier materia científica, la nutrición está plagada de dogmas con muy poca base y que cuesta muchísimo derribar, todo un inconveniente añadido que en cierta medida también tiene explicación. En palabras de Max Planck: «una nueva verdad científica no suele imponerse convenciendo a sus oponentes sino más bien porque sus oponentes desaparecen paulatinamente y (son sustituidos por) una nueva generación familiarizada desde el principio con la (nueva) verdad» y sobre las cuestiones nutricionales, tan arraigadas como están en cada generación, tanto en la población general como en los propios investigadores, va a costar mucho hacer valer ese cariz propio de la ciencia a la hora de remplazar nuevos y mejores conocimientos por aquellos que quedan trasnochados o que fueron obtenidos en base a una menor evidencia.

No obstante, la nutrición como ciencia ha avanzado mucho desde los tiempos de James Lind, afortunadamente. A pesar de que algunos no lo quieran ver, la mejor información en materia nutricional basada en la mejor ciencia está disponible para el que quiera hacer uso de ella.

Es cierto que sigue habiendo muchas lagunas, muchas sombras e incertidumbres, pero de lo que caben pocas dudas a día de hoy es que el mensaje sobre qué comer para mantener el mejor estado de salud se aleja de las complicaciones y de los detalles centrados en alimentos concretos y se refiere a recomendaciones sobre grupos generales de alimentos y su presencia diaria en nuestras mesas. Este podría ser el más actual y preclaro consenso científico de algunos de los más influyentes y reconocidos investigadores en materia de nutrición, y que se resume en:

Un patrón dietético saludable destaca por la alta presencia de verduras, hortalizas y frutas, alimentos integrales, productos lácteos bajos en grasa o sin ella, pescado, legumbres y frutos secos; moderado en alcohol (entre los adultos); más bajo contenido en carnes rojas y procesadas; y bajo contenido en términos absolutos de alimentos y bebidas endulzadas y de alimentos elaborados con cereales refinados.

Más allá de todo esto, quien se dedique a promocionar las virtudes particulares del kale, de la chía, de los bollos rellenos de chocolate enriquecidos en hierro o de las salchichas como fuente de proteínas y fósforo… o es demasiado estúpido como para opinar del tema o está en el ajo (3). No hay otra; y es que si algo hemos aprendido en ciencia, aunque sea la nutricional, es a saber identificar que cuando algo suena demasiado bien como para que sea verdad es que, sencillamente, no lo es.

Anca Danila Pintura de un niño muy grueso comiendo algodón de azúcar

Anca Danila

Notas:

(1) A pesar de que con frecuencia se cita este experimento como el primer ensayo clínico conocido, existe otra referencia anterior, en concreto en el Antiguo Testamento (Libro de Daniel, capítulo 1, versículos 1 a 16). En él, se relata la historia del profeta Daniel cuando fue hecho prisionero junto a otros jóvenes judíos por Nabucodonosor. Al ser todos ellos descendientes de un linaje real se les ofreció seguir estudios superiores y además, participar de la misma comida que había en la mesa del rey. Daniel, intuyendo que con mucha probabilidad los alimentos que les iban a proporcionar podrían no ser los adecuados según su religión, solicita que se les sirva solo legumbres y agua. El responsable de los prisioneros (Aspenaz) estaba temeroso de hacer caso a Daniel ya que si al final los prisioneros enfermaban por no comer adecuadamente, sobre él recaerían las culpas de no haberlos cuidado de la mejor forma. Es entonces cuando Daniel le propone a Aspenaz hacer un “ensayo clínico” y le sugiere que pruebe a darles sólo durante diez días la comida que él solicita y que después decida él a la luz de la “saludabilidad” que reflejen sus rostros en comparación con la de otros…  Y al cabo de los diez días pactados resultó que los jóvenes judíos presentaban «un rostro mejor y más robusto» que aquellos otros jóvenes que seguían la dieta del rey a base de otros alimentos, entre ellos carne y vino.

(2) Al parecer solo en las versiones dobladas la castellano https://www.youtube.com/watch?v=fHPNEdUqulY

(3) La frase pertenece al guion de la película Casino y la pronuncia Sam Rothstein (Robert de Niro, encarnando al director del Casino) para justificar el despido de un empleado que no hace nada después de que, de forma consecutiva, tres máquinas tragaperras otorgaran el máximo premio posible. Algo estadísticamente si no imposible, desde luego altamente improbable.