«La niña lechuga», un conmovedor relato de Víctor Guisado

Alex Stoddard

Alex Stoddard
«A Place to Rest Weary Wings»
Fuente: http://alexstoddard.format.com/

Decían que María era diferente. Nunca entendí a qué se referían. «María no es como tú», me advertían. No: nos advertían. Al final consiguieron que muchos niños le tuvieran miedo. Yo no, yo seguí jugando con ella hasta el final; nunca le tuve miedo. Es cierto que hacía algunas cosas raras, cosas que ninguno de nosotros entendía. Como cuando íbamos al bosque y se tumbaba en el suelo con su larga melena castaña extendida por la tierra húmeda: nos explicaba que tenía que absorber nutrientes. No podía dejar de mirarla. María era muy guapa. Tumbada en el bosque, con la espalda y el pelo embadurnados de materia orgánica en descomposición, cerraba los ojos y sonreía ligeramente. Estaba convencido de que guardaba un secreto y siempre tenía ganas de preguntarle en qué pensaba. Su rostro se iluminaba. Parecía conectada a una fuente de energía. Al ver su cabello desplegado por el suelo del bosque me imaginaba a María reposando sobre una esfera de Van de Graaf, una de aquellas esferas que te cargan de electricidad estática y provocan que el cabello se expanda por el aire. Lo vimos una vez en una visita virtual al Museo de Ciencias Planetario, y yo siempre recordaba aquella visita cuando veía a María tumbada en el bosque. María reposando sobre la esfera planetaria. Absorbiendo energías telúricas invisibles para el resto de seres humanos.

Irradiando misterio. Sus cabellos esparcidos por el suelo rodeaban su cabeza y sus hombros como si fueran el aura luminosa de una princesa. Tumbada pálida en el suelo oscuro del bosque, eso era lo que parecía: una princesa envenenada. En cierta ocasión, me vino a la memoria el cuento de Blancanieves y la manzana y me atreví a besarla mientras el resto de niños seguía jugando a fútbol. Pero no ocurrió lo que yo esperaba… o temía: no conseguí despertarla. A pesar de mi atrevimiento, ella siguió durmiendo profundamente. Tan profundamente que acabé hipnotizado por el ritmo de su aliento y me tumbé a su lado. Quise ser parte de aquel ritmo, unirme al pulso de María, dejarme llevar por la serenidad de su respiración. Entrelacé su mano con la mía y nos quedamos ambos dormidos. Cuando desperté, un rato más tarde, la luz del Sol llenaba el claro del bosque donde estábamos y las cromobranas de María nos protegían a ambos. Ella no tenía intestinos. No los necesitaba. En su lugar tenía membranas cromáticas. Nos lo contó un día en clase de Ciencias Naturales después de que la maestra insistiera una y otra vez en que todos los seres humanos teníamos corazón, páncreas e intestinos… o era pulmones, hígado y estómago, ahora no recuerdo bien. El caso es que todos éramos iguales. Mismos genes, mismos órganos. Esa era la idea. María se sentía excluida. Al principio no dijo nada, soportó en silencio, el destierro, la etiqueta y la frontera, pero al final se cansó y decidió que en aquel mismo momento se acababa su timidez. Gritó. Gritó para siempre. Que ella no tenía intestinos pero que era humana, tan humana como la maestra, como yo, como tú, como cualquiera, y que en lugar de intestinos tenía alas transparentes y que podía desplegarlas cuando le diera la gana. Y las desplegó. Ahí, en medio del aula abrió su barriga y desplegó las membranas como una mariposa despliega las alas al salir del capullo. Se armó un gran revuelo. «Soy normal», gritaba María inmóvil en medio del jaleo, «soy humana». Algunos niños se escondieron debajo de sus pupitres, la mayoría salieron corriendo, llorando y gritando histéricos. Todos estaban asustados. La maestra también. Yo no. Yo me quedé. «A mi me gustan tus alas», le dije a María. Recuerdo que lanzaban destellos lapislázulis y que María, entre sollozo y sollozo, me sonrió. El día en que me atreví a besarla en el bosque, las cromobranas nos protegieron del sol a ambos, como si compartiéramos una sombrilla en la playa. Reconozco que, al despertarme, me asusté un poco. No me esperaba estar al amparo de las cromobranas de María al abrir los ojos. Me sobresalté y apreté con fuerza su mano. Ella comprendió enseguida lo que ocurría. Al sentir que mi mano apretaba la suya, abrió los ojos y me miró. «No te asustes», me dijo, «sólo como luz». Su voz me tranquilizó. «Tiene que ser cierto», pensé, «nunca la he visto comer otra cosa, ni siquiera golosinas». Ni siquiera dulces, ni fruta, ni pasteles, ni tomar refrescos, siquiera. Ni cuando toda la panda de amigos íbamos en tropel a comprar chucherías al quiosco vimos a María comer otra cosa que no fuera luz. Yo le ofrecía de mis gominolas pero ella siempre me decía que no. «No, no», decía, «no quiero, no puedo». Y yo me sentía rechazado y me quedaba muy triste hasta que un día descubrí que María prefería que le ofreciera tierra y raíces. La tierra era para el pelo; las raíces eran sus yogures. Desde aquel día, solía regalarle montoncitos de tierra fresca del bosque y raíces de plantas, y ella siempre aceptaba mis ofrendas con una sonrisa e incluso a veces me pedía que fuera yo mismo quien le frotara el pelo con la tierra, mientras ella mordisqueaba las raíces. En esas ocasiones, aprovechaba para darle un masaje en la cabeza y luego la peinaba con mis manos sucias de tierra. Después era mi turno, y ella me peinaba a mi, y acabábamos los dos con la cabeza y la ropa embarrada y condecorada de hojas muertas. A mi me gustaba, aunque luego mis padres me riñeran. Siempre que jugaba con María volvía a casa sucio de tierra y barro de la cabeza a los pies. Me parecía lógico e intrascendente ensuciarme, sin embargo a mis padres no les gustaba nada que me ensuciara. Y no les gustaba María. A mi me daba igual. Era muy feliz al lado de María. La mayoría de niños desconfiaba de una niña que no quería chocolatinas y prefería tierra del bosque y raíces para mordisquear. Les parecía raro. Una vez me peleé con un niño que le tiró caca de perro y le gritó: «¡Abónate, lechuga!». Recuerdo que María lloraba con su vestidito manchado de caca y a mi se me encendió la sangre y le rompí la nariz a ese niño estúpido. Luego mis padres me riñeron porque según ellos siempre me metía en líos por culpa de María. «María no es como tú», insistían, «no es como el resto de niñas de la clase». Yo me enfurecía. Nunca les entendí.

Ni siquiera tumbada en el bosque con todas sus cromobranas desplegadas y lanzando destellos lapislázulis y oliváceos me parecía diferente. Me parecía hermosa. A mi me gustaba María, y me gustaba estar a su lado y me gustaba peinarla con tierra del bosque y mirarla cuando mordisqueaba las raíces de las plantas. «Mi papá dice», me explicaba, «que cuando mastico estas raíces es como si me comiera un yogur». Pero cuanto más tiempo pasábamos juntos, más pesados se ponían los adultos. Al final, los cromatófagos se fueron. Mientras fui niño pensé que había sido culpa mía. Culpa mía y de María. Y me sentía muy mal. Cuando crecí comprendí que no era así. Había sido culpa de los adultos. Se sentían amenazados. Los cromatófagos eran el siguiente paso en la evolución humana. Bueno, tan sólo uno de los siguientes pasos, uno más entre varios de los caminos que el propio ser humano había imaginado para sí mismo. También estaban los ingrávidos, con un diseño específico para entornos de baja gravedad, y algunos otros. Llegó un momento en que la polémica por la creación de nuevas especies humanas se convirtió en algo más que una polémica: muchos cromatófagos murieron linchados por multitudes aterrorizadas. Algunos Homo sapiens también, por hablar en favor de la paz. Cuando la guerra parecía inevitable, los cromatófagos decidieron renunciar a la Tierra. Emigraron. Ellos se adaptaban mejor al espacio que los Homo sapiens, y no temían las largas travesías, la incertidumbre inherente a las inmensidades interestelares. Eran la versión 2.2 de la Humanidad. Dejaron la Tierra igual que nosotros dejamos África hace miles de años. Sus naves eran mejores que las nuestras. Muy probablemente, sigan siéndolo. Toda la energía que nosotros gastamos en la digestión, y en pelearnos entre nosotros y con otros, ellos la emplean en pensar. El día que partieron, María y yo nos despedimos en el claro del bosque donde ella solía comer luz. Se levantó la falda y dijo: «Mira, soy como todas las niñas».

Fue en aquel momento cuando comprendí por qué ella era diferente. Porque era la más valiente. Ninguna otra niña se hubiera atrevido a levantarse la falda delante de un niño. De hecho, nos pegaban bofetadas si intentábamos levantárselas nosotros.

«No, respondí yo«, tú no eres como todas las niñas. «Tú eres más valiente». «Eres la más valiente».

«Daniel», dijo ella, «no me tendrás miedo, ¿verdad?».
Negué con la cabeza y respondí:
«Por supuesto que no, María».

Al oír mis palabras, ella sonrió. Fue una sonrisa espontánea y luminosa. Sentí que yo también era valiente, y que ella lo sabía y le gustaba. Aquella sonrisa fue su despedida y su luz aún ilumina mis noches aquí en la Tierra, aunque en vano intento sentir de nuevo la enorme dicha que sentí en aquel momento, sólo por unos breves instantes, durante los cuales se me olvidó todo y sólo existió aquella sonrisa y su luz y tuve la sensación de que María y yo éramos más fuertes que todos los adultos juntos y que íbamos a quedarnos congelados así como estábamos para siempre sin que hubiera nada que pudiera herirnos, rasgarnos, separarnos. Hasta que un adulto cromatófago, acompañado de otros de su misma especie, rompió el embrujo al alzar del suelo a María y llevársela en brazos, insensible al vínculo íntimo que nos unía a ambos sin necesidad de tierra, carne, raíces, golosinas, palabras, yogures o clorofila. Ella se abrazó al cuello de aquel hombre y no dejó de mirarme por encima de sus hombros mientras se alejaba. Yo agité la mano en señal de despedida, y seguí agitándola mientras la cosmonave en la que embarcaron ascendía hacia las estrellas. Me quedé solo. Aquel día acabó mi infancia. Muchos años después sigo yendo de vez en cuando al claro de bosque donde María comía luz y aún echo de menos sus destellos lapislázulis y oliváceos, su suave color verde esmeralda.

Autor:

Víctor Guisado Muñoz

Blog: http://podemoscelebraryalavictoria.blogspot.com.es/