Intersexualidad: ¿acaso importa definirse como hombre o mujer?

Maurits Cornelis Escher «Bond of Union»

Maurits Cornelis Escher
«Bond of Union»

Al igual que la luz natural, al colarse en una sala de revelado de fotografías, puede velar hasta las imágenes en apariencia más indelebles, la exposición pública del sexo borra de un plumazo las connotaciones perversas de las prácticas o manifestaciones más marginales.

Uno de los primeros brillos refulgentes de luz a ese respecto llegó con la publicación de una serie de encuestas anónimas sobre sexo llevadas a cabo por el zoólogo Alfred Charles Kinsey a miles de norteamericanos. Hasta su publicación, en 1948, todo el mundo creía que las mujeres que se masturbaban eran unas enfermas. Los cuestionarios anónimos de Kinsey revelaron (o velaron) diversos prejuicios sustentados en la vergüenza y el secretismo: no solo las mujeres invocaban a Onán con una frecuencia casi pareja a la de los hombres, sino que los contactos homosexuales y el sexo prematrimonial eran conductas extendidas, incluso entre los católicos.

Si hacemos retroceder la moviola un poco más, entonces la paleobotánica inglesa Marie Stopes, aficionada a escribir poesía rayana en el erotismo, publicó en 1918 el influyente libro Amor conyugal como resultado del fracaso de su primer matrimonio. Stopes, que afirmaba haber ignorado la existencia de la homosexualidad y la masturbación hasta los 29 años, y no perdió la virginidad hasta los 38, aprovechó su competencia a la hora de escribir sobre la reproducción de las plantas para mostrar al mundo, de una vez por todas, cómo funcionaba la sexualidad humana. Si Amor conyugal causó polémica, su siguiente libro, Parenthood: A Book of Married People, que incidía en la contracepción cuando ésta era ilegal en Gran Bretaña, originó un terremoto mediático.

En aquella época, Holanda era el único lugar del mundo donde el control de natalidad tenía respaldo estatal. Estamos hablando de principios del siglo XX, no de las tinieblas de la Edad Media. P. J. Hayes, el arzobispo católico de Nueva York, llegó a afirmar en 1921 que los anticonceptivos eran peores que el aborto.

Movamos la moviola hasta la actualidad. En tiempos de tanta apertura sexual, todavía quedan recovecos en los que la luz no ha logrado colarse, donde se agazapan condiciones y prácticas que se catalogan como abyectas o antinaturales, como otrora lo fueron la homosexualidad o la contracepción. Gracias a internet estamos empezando a iluminarlos. Por ejemplo, las pautas de consumo de vídeos pornográficos sugieren que preferimos el sexo amateur, el del vecino del quinto, es decir, la antítesis de los cuerpos recauchutados recibiendo candela al ritmo de un martillo neumático, tal y como explica Noel Ceballos en Internet Safari: «Las encuestas sobre preferencias de los usuarios de webs como Porngram (un Google Trends del sexo online) muestran siempre un claro vencedor: el porno amateur, a ser posible en el idioma oficial de cada país».

El primer blog de la historia sirvió para ilustrar una enfermedad venérea y crear una suerte de reunión de alcohólicos anónimos entre pacientes que también la habían sufrido, lo que le restó dramatismo a esa inflamación del prepucio tras el encuentro sexual para millones de personas que no se atrevían a consultar a su médico de cabecera.

Las apps y webs como I Just Made Love! nos permiten representar en un mapamundi el número de orgasmos que tienen lugar en cualquier sitio del planeta. Y así no solo sabremos que, por ejemplo, en nuestra ciudad están sucediéndose más de mil orgasmos justo en este instante, sino que un tercio de ellos se obtienen a través de la postura del misionero. O que los parques públicos son lugares muy solicitados para el sexo. O que los tríos apenas suponen un 1% de todos los coitos. O cuál es el porcentaje del uso del preservativo.

Lo bueno no siempre es lo normal

En ocasiones confundimos términos como normal y habitual. Si bien ambos conceptos convergen a menudo, no siempre lo hacen. Por ejemplo, para muchos de nosotros lo normal es tener piel blanca y ojos azules. Sin embargo, en términos estrictamente porcentuales, lo habitual es la tez oscura, y las personas con el cabello rubio, los ojos azules y la piel blanca son una anomalía.

Al fin y al cabo, es una mezcla de tómbola genética y medio ambiente lo que determina lo que somos. Por ejemplo, si disponemos de una versión más larga de la media del gen receptor de la dopamina D4DR, habrá una probabilidad mucho mayor de que seamos buscadores de emociones, incluso de los que tienen relaciones sexuales con extraños. Eso no significa que la crianza no pueda modificar esa probabilidad, pero la probabilidad vendrá de serie y tratará de imponerse. Muchos otros de nuestros rasgos y hasta diferencias mentales tienen su origen biológico en aspectos tan diminutos de nuestro ADN, como explica el psicólogo cognitivo Steven Pinker en La tabla rasa: «Si uno tiene una versión más corta de una secuencia de ADN que inhibe el gen transportador de serotonina del cromosoma 17, tiene más probabilidades de ser neurótico y ansioso, la clase de persona que apenas sabe desenvolverse en las reuniones sociales, por miedo a molestar a alguien o comportarse como un estúpido».

En consecuencia, innumerables variables que proceden de la cultura, la crianza y otros factores ambientales, incluso en el ámbito del claustro materno, también influyen en nuestra orientación sexual. Ante la cuestión de qué tiene mayor influencia, si genes o ambiente, no obstante, debemos admitir nuestra ignorancia, o directamente resolver que la cuestión carece de sentido, pues ambas dimensiones se retroalimentan. Por usar una analogía artística: sería como tratar de fijarse en una forma sobre otra en uno de esos célebres grabados de M. C. Escher: en función de dónde pongamos el foco, distinguiremos una u otra figura, pero ambos patrones siempre estarán ahí. Y si Escher modificara el contorno de cualquier figura, también afectaría a la forma de las otras.

Lo que consideramos normal, pues, es lo que detectamos como habitual, pero nuestra percepción no siempre es capaz de captar toda la realidad. Mucho menos la que permanece en penumbra. Por ello, las conductas se tornan más habituales en tanto en cuanto se hacen cada vez más públicas (como ese prepucio inflamado que, de repente, no nos parecía tan vergonzoso tras verlo publicado en un blog).

Para añadir un poco más de confusión, el estatus de normalidad puede adjudicarse o retirarse en virtud de otras normas adyacentes. Por ejemplo, Oscar Wilde fue juzgado públicamente por su conducta homosexual en 1895, y por muy marginal o carpetovetónica que nos resultara esta situación, la mayoría de nosotros prefiere estar del lado de los que juzgan y no de los juzgados. De igual modo, en la Antigua Grecia, descubrimos que los hombres podían cambiar de rol homosexual con la edad, de femenino a masculino, sin que ello significara necesariamente que uno fuera homosexual. Todos estos cambios de percepción sexual tienen complejas causas demográficas, sociales y hasta económicas difíciles de descifrar, y no es el objeto de este texto el hacerlo. Lo que sí aspira es a poner en evidencia que tales percepciones son caprichosas, capciosas y sujetas a normas que escapan de nuestro control individual.

Por ello la ciencia ficción, esa máquina del tiempo perceptual, resulta tan poderosa a la hora de forjar futuros que nos permiten contemplar el presente con mayor perspectiva (sin tantos sesgos): basta con modificar unas normas para que lo que considerábamos normal o bueno deje de serlo, o viceversa. En La guerra interminable, de Joe Haldeman, los viajes relativistas del protagonista le obligan a adaptarse a su sociedad en distintos momentos del futuro, en cada uno de esos momentos impera una moda sexual distinta a la que él no es capaz de habituarse. En otra novela de Melissa Scott, Shadow Man, se describen nueve tipos de preferencia sexual y varios géneros, incluidos los femes (que tienen testículos, genotipo XY y genitales de aspecto femenino).

Cuando se clonó a la Oveja Dolly, la opinión pública no supo cómo abordar moralmente semejante avance genético, pero los avezados lectores de ciencia ficción ya llevaban décadas reflexionando y discutiendo precisamente sobre este hecho. Por ello, los lectores de ciencia ficción tampoco se sorprendieron demasiado en 1993, cuando Anne Fausto-Sterling, bióloga e historiadora de la ciencia, propuso en un tono un tanto irónico que debería reemplazarse nuestro sistema de dos sexos por cinco: machos, hembras, herm (hermafroditas “auténticos”), serm (“seudohermafroditas” masculinos) y serf (“seudohermafroditas” femeninos).

Anne Fausto-Sterling

Anne Fausto-Sterling

La ciencia (no) lo es todo

Si bien la ciencia ofrece datos con escasa carga de opinión, todavía quedan muchas cuestiones por dilucidar a propósito de la sexualidad humana que la ciencia no es capaz de abordar, y quizá no pueda nunca. Porque, además de ciencia, también se requiere de lucha política y social para desvelar los secretos de alcoba de todos los que farisaicamente se rasgan las vestiduras ante la conculcación de la norma. Como escribe Anne Fausto-Sterling en su libro Cuerpos sexuados: «nuestros debates sobre biología del cuerpo siempre son debates simultáneamente morales, éticos y políticos sobre igualdad política y social y las posibilidades de cambio».

Si Marie Stopes logró introducir en el debate público el problema de la contracepción fue, también, porque Margaret Sanger, una activista de los derechos de las mujeres, y Katherine Dexter McCormick, filántropa versada en ciencia, intervinieron a nivel político para que la ciencia de la contracepción femenina se normalizara.

La historia de María Patiño ejemplifica hasta qué punto la ciencia no solo resulta insuficiente, sino que, hasta cierto punto, resulta irrelevante en lo tocante a dilucidar si alguien es hombre o mujer. Hasta 1968, se exigía a las competidoras olímpicas que se desnudaran frente a un tribunal examinador: en caso de acreditarse pechos y vagina, entonces se garantizaba la condición femenina para competir entre sus pares. Habida cuenta de las protestas surgidas por este procedimiento degradante, el Comité Olímpico Internacional (COI) empezó a usar el test cromosómico. Sin embargo, como explica Fausto-Sterling:

Ni este test ni el más sofisticado que emplea el COI en la actualidad (la reacción de la polimerasa para detectar secuencias de ADN implicadas en el desarrollo testicular) pueden ofrecer lo que se espera de ellos. No hay blanco o negro, sino grados de diferencia.

Etiquetar como varón o mujer, pues, tiene un mayor componente social que científico, al menos de momento. Y eso es lo que le sucedió a María Patiño, la mejor vallista española en los juegos olímpicos de 1988. Tras olvidar su certificado médico, el COI la sometió a una prueba que consistía en raspar un puñado de células de la cara interna de su mejilla. Patiño no superó el control de sexo. Si bien externamente parecía una mujer, las células de Patiño tenían un cromosoma Y, y sus labios vulvares ocultaban unos testículos. Carecía, también, de ovarios y testítulos. Patiño, según los estándares del COI, no era una mujer, y en consecuencia se le prohibió que compitiera con el equipo olímpico femenino español.

¿Mujer u hombre? ¿Acaso importa tanto?

El caso de Patiño es infrecuente, como lo son las personas con ojos verdes, y responde al nombre de insensibilidad a los andrógenos, es decir, que sus células no reconocían esta hormona masculina a pesar de poseer cromosoma Y y unos testículos que generaban testosterona. Tras una larga batalla legal, y respaldada por Alison Carlson, bióloga de la universidad de Stanford, Patiño logró reincorporarse al equipo olímpico español. Patiño fue un rara avis, la primera mujer que desafiaba el control de sexo de los atletas, pero recordemos que infrecuente no es sinónimo de anormal o malo: en 1912, Pierre de Coubertein, fundador de las olimpíadas modernas, también había sentenciado que «el deporte femenino es contrario a las leyes de la naturaleza». Actualmente, las mujeres ya no son consideradas raras en el deporte, y también empiezan a dejar de serlo personas como Patiño.

Intersexualidad es un paraguas que cubre varias condiciones que dan lugar a cuerpos con mezcla de partes masculinas y femeninas, como la condición de Patiño. Los intersexuales (o hermafroditas, como eran llamados hasta hace poco), ponen en evidencia cuán complejo son las fuerzas fisiológicas, psicológicas y sociales que determinan un sexo. Por ello, los intersexuales han existido a lo largo de toda la historia. La hermafrodita durmiente, por ejemplo, es una estatua romana del siglo II a. C. que ya plasma a un intersexual. De hecho, la palabra hermafrodita deriva de la hibridación de Hermes (hijo de Zeus) y Afrodita (diosa del amor sexual y la belleza). Aristóteles ya categorizaba a los hermafroditas. Y Galeno, en el siglo I, argumentaba que los hermafroditas pertenecían a un sexo intermedio.

Tras unos siglos oscuros en los que el hermafroditismo se consideraba impuro, a medida que la biología se constituyó en disciplina organizada a principios del siglo XIX, esta condición empezó a estudiarse en mayor profundidad. Actualmente, ya se han descrito diversos tipos de intersexualidad en función de su origen fisiológico, como el síndrome de insensibilidad androgénica, la hiperplasia adrenocortical congénita o la disgenesia gonadal o síndrome de Klinefelter.

«La hermafrodita durmiente»

«La hermafrodita durmiente»

Si bien aproximadamente solo 1 de cada 2.000 bebés nace bajo estas circunstancias, eso supone que cada año nacen miles de niños intersexuales. Para ponerlo en perspectiva, es más frecuente nacer intersexual que albino (solo 1 de cada 20.000 nacimientos).

Luz, luz y más luz

La intersexualidad solo necesita más luz para que deje de considerarse anormal, aunque no sea habitual (si bien es más habitual que muchas otras condiciones que consideramos normales). Grupos de apoyo como HELP (Hermaphrodite Education and Listening Post) aconsejan que no tomemos decisiones drásticas el primer año del nacimiento del bebé, que se aísle a la familia de información y apoyo, que no se aísle al paciente en una unidad de cuidados intensivos. En Lessons from the Intersexed, de la profesora de psicología de la State University of New York Suzanne J. Kessler, se propone, por ejemplo, cómo anunciar el nacimiento de un bebé XX afectado de hiperplasia adrenocortical congénita:

Felicidades. Tienen ustedes una hermosa niña. El tamaño de su clítoris y sus labios fusionados nos indica un problema médico subyacente que podría requerir tratamiento. Aunque su clítoris es de talla grande, sin duda es un clítoris… Lo importante no es qué aspecto tiene, sino cómo funciona. Es una niña con suerte, porque sus parejas sexuales lo tendrán fácil para encontrar su clítoris.

En España, una vez ha nacido el bebé, disponemos de un plazo de ocho días para asignarle un sexo. Con todo, si más tarde se llega a la conclusión de que debe cambiarse el sexo, puede hacerse. En Alemania, sin embargo, ya se ha convertido en el primer país europeo donde no es imprescindible consignar el sexo del recién nacido en el certificado de nacimiento. En Australia y en Francia ya han tenido lugar sentencias favorables al registro como “no definido” o “neutro”.

Por su parte, agrupaciones como los colectivos LGTBI o la Organización Internacional Intersexual de Europa continúan trabajando para normalizar la condición de las personas con diferencias en el desarrollo sexual. También desde el campo del arte se aboga cada vez más por la concienciación de los intersexuales, como la reciente La chica danesa, una película protagonizada por Eddie Redmayne con cuatro nominaciones a los Oscar de 2015, o la argentina XXY, del año 2007. En literatura, las más recientes son las novelas Middlesex, del premio Pulitzer Jeffrey Eugenides, y El chico de oro, de Abigail Tarttelin. Y un capítulo (el 2×03) de la serie de televisión Masters of Sex está protagonizado por un bebé que nace con una anomalía en el desarrollo sexual.

Cartel de la película «XXY»

Cartel de la película «XXY»

Recordemos los mapas en tiempo real sobre el sexo que se practica en nuestra comunidad, como I Just Made Love! Tal y como un día sentenció Lucy Fellowes, «todo mapa es la forma que tiene alguien de hacer que mires el mundo a su manera». Pero si en un mismo mapa convergen todas las formas y miradas, entonces aparecen miriónimas capas de normalidad, como en esos cuadros de Gauguin donde se idealizaba un mundo de sexualidad libre donde no se distingue entre humanidad, divinidad y naturaleza.

Porque todos somos igualmente normales en nuestras rarezas. Y la perversidad, al fin y al cabo, solo acostumbra a florecer en habitaciones oscuras donde no se permite que entre la luz.

Referencias

Ceballos, Noel, Internet Safari, Blackie Books, 2015.

Fausto-Sterling, Anne, Cuerpos sexuados, Melusina, 2006.

Kessler, Suzanne J., Lessons from the Intersexed, Rutgers University Press, 1998.

Pinker, Steven, La tabla rasa, Paidós, 2012.

http://www.kinseyinstitute.org/