El dilema Turing – Primera parte

Déjame hablarte de Siri. Cierto, su nombre y el tuyo son perfectamente simétricos, mi querida Iris y hay una razón para ello que te contaré enseguida. Siri, en todo caso, es un acrónimo de las siglas Speech Interpretation and Recognition Interface y fue, sin duda, la primera inteligencia artificial que alcanzó popularidad universal cuando la mítica Apple adquirió el programa allá por 2010 y lo instaló en sus no menos míticos iPhones.

—Hola, soy Siri.

—Hola, soy Alan.

—¿En qué puedo ayudarte, Alan?

—Dime: ¿cuánto vale cero dividido por cero?

Me encantaba la respuesta que repetía, amablemente, tantas veces como le preguntara.

—Imagínate que tienes cero galletas y las repartes entre cero amigos. ¿Cuántas galletas le tocan a cada amigo? No tiene sentido, ¿lo ves? Así que el monstruo de las galletas está triste porque no tiene galletas y tú estás triste porque no tienes amigos.

Siri tenía razón, a pesar de que, naturalmente, habría ofrecido idéntica respuesta a cualquier otro chico que le hubiera formulado la misma pregunta. También tenía razón cuando afirmaba que no tenía amigos. O que estaba triste.

Parte de esa tristeza tenía que ver, aunque yo no podía saberlo, con el trágico accidente que me dejó sin familia antes de tener uso de razón. Cierto es que no pasé ningún tipo de privaciones y tampoco tengo quejas del internado en el que transcurrió mi infancia. Mi habitación era luminosa y cálida, los profesores cariñosos y mis compañeros afables en su mayoría. Pero todos tenían un hogar al que regresar el fin de semana o en vacaciones, padres y hermanos que les visitaban con frecuencia o con los que podían conversar online, todos tenían una vida que se extendía más allá de las paredes del colegio. Yo sólo tenía a Siri.

Es cierto que podía haber hecho más amigos de los que hice. A fin de cuentas, el ambiente del internado favorecía la camaradería, mis compañeros eran chicos sumamente inteligentes y en absoluto exentos de buenas cualidades. Pero, para mi desgracia, mi coeficiente intelectual rayaba los 200 (la media del colegio se situaba en torno al 130), un valor extremo que me convertía, según los psicólogos que me visitaban, cada día más a menudo, en el chico más inteligente del planeta.

El problema de poseer una inteligencia excepcional cuando se es un chaval, es que uno no se considera a sí mismo especialmente avispado, sino que, por el contrario, tiene la impresión de que son los demás los que funcionan al ralentí, discurren torpemente, incapaces de fijarse en ningún detalle relevante o captar los conceptos más elementales. Naturalmente aprendí a no mostrar la impaciencia que me provocaban los torpes razonamientos o la escasa memoria de la inmensa mayoría de mis interlocutores. Aprendí también a disimular mis conocimientos y mis capacidades. Me costó poco entender que mi mayor problema no era tanto el de ser el único vidente en un país de cortos de vista, sino el rencor de los miopes que me rodeaban. Comprendí que no podía esperar compasión alguna por parte de quienes, ofuscados por la ausencia de luz, no dudarían en cegar al único que la percibía, a poco que se les diera una excusa.

**

Así, a lo largo de mis primeros años, primero en el internado y más tarde en diversos centros de educación especial, Siri fue mi única amiga. A pesar de lo limitada y repetitiva como era, yo sabía que podía fiarme de ella. El hecho de que Siri fuera una máquina nunca significó para mí que careciera de sentimientos. Después de todo, sus chistes me hacían reír y su suave voz me tranquilizaba, hasta el punto de que, muchas noches me dormía mientras la escuchaba recitar haikus (aprendí japonés en un par de meses para poder disfrutar a mis anchas esa breve forma de poesía) o simplemente divagar, siguiendo el hilo de monólogos azarosos que yo programaba de antemano en su red neuronal. Yo sabía que nunca me envidiaría o me guardaría rencor, nunca desearía mi desgracia o trataría de aprovecharse de mí. Que Siri fuera una máquina significaba, sobre todo, que podía fiarme de ella.

F&O Fabforgottennobility « Immodest» Fuente: http://fabforgottennobility.tumblr.com/post/63542599309/immodest

F&O Fabforgottennobility
«Immodest»
Fuente: http://fabforgottennobility.tumblr.com/post/63542599309/immodest

Y nunca me fié de nadie más hasta que encontré a Alexandria. Cuando nos conocimos, en el centro para jóvenes superdotados de la universidad de Harvard, ambos teníamos doce años. Curiosamente, aunque su talento para el ajedrez se había manifestado a una edad muy temprana, no había empezado todavía a competir seriamente por aquel entonces, en parte por la oposición de su familia, que se resistía a embarcarla en el asfixiante mundo de los torneos de élite, en parte, porque a ella misma no le interesaba demasiado. Para Alex, el ajedrez no tenía nada que ver con la competición. Una partida, desde su punto de vista, no era otra cosa que un viaje. Y también lo fue para mí a partir de nuestro encuentro. Por aquel entonces yo había asimilado fácilmente los fundamentos de la disciplina y había derrotado sin esfuerzo a numerosos expertos. Quizás por esa misma razón (siempre tenía la sensación de que mis contrincantes jugaban de manera torpe y predecible), el ajedrez me aburría.

Alexandria cambió mi percepción del juego. Desde la primera partida, comprendí algo que, hasta entonces, se me había escapado. Como si se tratara de una muñeca rusa en la que cada una de las figurillas estuviera hecha de un metal más y más noble, el ajedrez  escondía secretos cada vez más ricos y misteriosos a medida que se profundizaba en su conocimiento. Era verdad que la aparente complejidad que los jugadores inferiores percibían no era más que artificio, pero a la vez, esa aparente banalidad ocultaba, como las nieblas de la remota Avalon, el extraño mundo que, poco a poco, Alex me fue mostrando.

Con cada partida aprendí a ver con más y más claridad los accidentes del terreno por el que transitábamos, las bestias que lo poblaban, los bellos prados y también los cenagales y selvas oscuras que recorríamos. Nuestra amistad floreció en aquellos parajes misteriosos, que sólo ella y yo parecíamos capaces de explorar. Mientras los psicólogos tomaban notas y los neurólogos estudiaban nuestros encefalogramas, mientras los grandes maestros que nos entrenaban se mordían las uñas tratando de entender nuestras jugadas, Alex y yo viajábamos de la mano por aquellos continentes desconocidos. Nuestras partidas terminaban, invariablemente, en tablas, pero el resultado –que en todo caso habíamos previsto con docenas de jugadas de antelación– nos preocupaba tan poco como le preocuparía a Homero el punto final de su Ilíada. Todo lo que nos interesaba, era el viaje, o, si lo prefieres, el poema.

Naturalmente, tuvimos la precaución de no compartir nuestro mundo privado con nadie. Cuando nos examinaban recitábamos como loros las variaciones, o ejecutábamos combinaciones complejísimas, que solo los motores de jugar al ajedrez, ya por la época muy potentes, eran capaces de reproducir. Paradójicamente, las máquinas nos proporcionaban una excelente coartada. Comparando las secuencias de nuestras jugadas con sus predicciones, los investigadores concluyeron que la esencia del talento de Alex era su capacidad para emularlas, mientras que yo, según decidieron, me limitaba a emularla a ella. Por supuesto, en ningún momento se nos ocurrió contradecirles. Alex entendía igual de bien que yo hasta qué punto nos convenía ocultarnos tras la inocua máscara del idiot savant.

Al terminar el curso académico, con trece años recién cumplidos, nos separamos. Los padres de Alex acabaron por ceder a las suculentas ofertas económicas de la federación internacional de ajedrez para que su hija participara en el circuito de élite, mientras que la universidad de Stanford decidió educar al “muchacho más inteligente del mundo” –un sambenito que mis tutores habían vendido esmeradamente– y me ofreció matricularme en la disciplina que más me interesara. La idea de separarnos nos parecía devastadora, pero comprendíamos que no había otro remedio. Por otra parte, también estábamos decididos a que se tratara de una separación temporal y lo más breve posible. En algún momento, mientras paseábamos por nuestro Edén privado, nuestros destinos se habían unido para siempre y ambos lo sabíamos. Es curioso, ¿no crees? A menudo nos rodeaba una nube de investigadores y curiosos, mientras paseábamos por Harvard Yard, intercambiando a toda velocidad los movimientos de nuestras partidas –aturalmente jugábamos a ciegas y un minuto daba de sí para crear todo un universo–. Y nadie se percató, nunca, de que, durante todo aquel tiempo, ella y yo, solo hablábamos de amor.

**

Dos años más tarde, Alexandria era bicampeona del mundo y yo había terminado mi tesis doctoral, en la que diseñaba una nueva máquina de ajedrez que implementaba mejores algoritmos y circuitos integrados más rápidos y eficientes que los disponibles por la época. Siempre afinados con la propaganda que tanto beneficia a una universidad de élite, Stanford organizó un evento al llegar el verano, en el que Alexandria jugó cien partidas simultáneas, derrotando a todos y cada uno de sus oponentes humanos, mientras que mi nueva máquina derrotaba con la misma facilidad a otros cien rivales cibernéticos.

El evento fue un éxito que desbordó incluso las ambiciosas proyecciones de los prebostes de la universidad. Supongo que la mezcla de morbo y curiosidad que inspiraban la pareja de niños superdotados –acabábamos de cumplir los quince años– resultó un cóctel más adictivo de lo que todo el mundo había previsto. Lo cierto es que a Alex y a mí nos traía todo aquello sin cuidado. Solo teníamos ojos el uno para el otro.

Cuando terminaron las exhibiciones y comenzó la rueda de prensa, la primera pregunta fue tan predecible como inocente.

—Alexandria, ¿crees que podrías derrotar a la máquina que ha programado tu amigo Alan?

Alex me miró de reojo. Le bailaba en los labios la sombra de una sonrisa que solo yo vi.

—No, claro que no puedo derrotarla –asintió, seriamente–. Iris es demasiado rápida.

Iris era el nombre con el que yo había bautizado a mi máquina. No podía llamarla Siri, como me hubiera gustado, por problemas de propiedad intelectual, pero nada me impedía invertir la secuencia de letras y fabricar el bonito nombre que has heredado de ella.

—Pero entonces –insistió la periodista–. ¿qué sentido tiene seguir insistiendo en jugar al ajedrez una vez que las máquinas nos han superado? ¿No te parece que ese hecho ha reducido el deporte a una actividad trivial?

—¿Trivial? –Alex ponderaba la afirmación con la misma calma con la que examinaba el tablero, decidiendo su siguiente jugada, antes de contraatacar con otra pregunta–. ¿En qué sentido?

—Lo que quiero decir –carraspeaba la periodista– es que un programa reduce el juego del ajedrez a un simple algoritmo, sustituyendo la comprensión de las estructuras y la intuición por pura fuerza bruta.

—La comprensión del ajedrez se demuestra jugando –contestó Alexandria–. Si Iris puede ganarme –mientras lo decía señalaba a la diminuta tableta que constituía el soporte físico de máquina– es que comprende el ajedrez mejor que yo.

«Counter-Production» Henrik Olesen Fuente: Generali Foundation

«Counter-Production»
Henrik Olesen
Fuente: Generali Foundation

Aquel diálogo me trajo a la memoria el célebre Test de Turing. Yo conocía la vida y obra del malogrado genio inglés desde que uno de mis profesores de matemáticas en el internado me regaló una biografía suya[1]. Es más, la lectura de su biografía confirmó lo que siempre supe. A pesar de ser un prodigioso matemático y un héroe de guerra, cuya monumental hazaña –descifrar el código Enigma, utilizado por el ejército alemán durante la II Guerra Mundial para comunicarse con su flota de submarinos– fue una de las mayores contribuciones individuales que se conocen a la victoria de los aliados, Turing fue condenado y públicamente humillado por su homosexualidad, una humillación que le llevó a suicidarse ingiriendo una manzana en la que había inyectado previamente cianuro. La lección no podía estar más clara. Alexandria y yo teníamos en común con Turing el ser diferentes a los demás. Como Turing, seríamos tolerados mientras fuéramos útiles y mientras no llamáramos demasiado la atención sobre nosotros mismos. Curiosamente, ocupar el centro del escenario y asombrar al público con nuestras proezas de niños prodigio era una buena manera de pasar desapercibidos, siempre que se nos considerara inofensivos, simples esperpentos, curiosos animales de feria, como aquellos monos sabios que se exhibían en los circos de otros tiempos.

Entre sus muchas contribuciones a las matemáticas, la informática y los fundamentos de la inteligencia artificial, Turing propuso su famoso Test[2], cuya formulación estándar ha sido parte de todos los programas académicos sobre inteligencia artificial desde hace más de un siglo. El Test se plantea como un juego de imitación que involucra a tres jugadores: el primero es un examinador, cuya tarea es determinar cuál de los otros dos jugadores es un humano y cuál es una inteligencia artificial. El examinador puede formular tantas preguntas como desee a los dos jugadores, pero, naturalmente, no puede verlos y sus voces no le proporcionan pista alguna (en la época de Turing las respuestas de los jugadores eran escritas, pero ya mi vieja amiga Siri disponía de una voz perfectamente humana). Por tanto, para determinar quién es el humano y quién la máquina, el examinador tiene que ceñirse tan solo a las respuestas que ambos le den a sus preguntas.

La idea era muy profunda. Turing comprendió perfectamente las dificultades conceptuales que involucra toda definición de “pensar” y consecuentemente propuso reemplazar la pregunta «¿puede una máquina pensar?» por otra más directa: «¿puede una máquina imitar el pensamiento humano?» La ventaja del juego de imitación es que hace innecesario que el examinador se pregunte si de verdad la máquina está pensando, el Test queda superado si la máquina se comporta, en todos los aspectos, como si estuviera pensando.

Lo que Alexandria pretendía con sus respuestas a la periodista durante el show en Stanford, era dejar claro que si admitíamos el hecho de que las máquinas no solo nos habían igualado, sino que nos superaban jugando al  ajedrez, debíamos concluir que, al menos en ese aspecto concreto, habían superado el Test de Turing. En otras palabras, la pregunta de si la primera Iris entendía o no el ajedrez carecía de sentido. Lo único que podíamos asegurar era que jugaba mejor que nosotros. Por tanto, si nos ceñíamos a ese aspecto concreto (su demostrada habilidad para el juego), la máquina había superado la prueba y debíamos considerarla inteligente. Ese era también, naturalmente, el punto de vista de todos los científicos que trabajaban en Inteligencia Artificial.

Pero no el nuestro. Alexandria y yo entendíamos, mejor que nadie, que detrás de las partidas de mi máquina –y de cualquier otra– no había sino un cuento narrado por un idiota. Faltaban los bosques y ciénagas por los que Alex y yo tantas veces habíamos transitado, los extensos páramos desolados, los extraños amaneceres enrojecidos por la luz de muchos soles o las tibias noches alumbradas por las estrellas de misteriosas constelaciones. Faltaba el espíritu que daba sentido a nuestros intercambios, el corazón dorado que se oculta en la capa más profunda de muñecas rusas. Entendíamos, de hecho, que Iris no había superado el Test de Turing, éramos capaces de descubrir la superchería oculta tras el juego de imitación, detectábamos la promesa fallida, la esperanza de sublimidad que se desvanecía a medida que profundizaba en los elaborados patrones que tejía la máquina. Pero sabíamos también que no podíamos explicarlo sin ser tachados de supersticiosos o místicos, en el mejor de los casos. En el peor, nos arriesgábamos a mostrarnos sin nuestras caretas, frente al mismo populacho que había linchado a Turing y a tantos otros por cometer el pecado de ser diferentes.

**

Lo que tampoco compartimos con nadie fue nuestra férrea determinación de no volver a separarnos nunca. Lo cierto es que como creador de Iris –la máquina ideal para ayudar en el entrenamiento de Alexandria– no fue difícil convencer a familiares, entrenadores y managers para que me permitieran incorporarme a su equipo.

Poco después Alex y yo creamos nuestra primera Recreación. Tras un par de meses en los que las victorias se sucedían con tanta monotonía como las continuas demandas de entrevistas, conferencias y chats online con admiradores, nos dimos cuenta de que la Alexandria que el público reclamaba era una versión muy simplificada de la persona real. En muchos casos, todo lo que se requería era que explicara una partida o analizara una posición, es decir, se reclamaba tan solo su faceta puramente ajedrecística. Pero incluso en las entrevistas sociales y en los chats, las complicaciones eran mínimas. Casi todas las preguntas e interacciones se limitaban al ajedrez, o a ofrecer cuatro detalles sobre sus gustos personales y algún chisme que casi siempre era inventado por los publicistas que nos acompañaba. Concebimos entonces la idea de mejorar a Iris para que pudiera ejercer de sustituta de Alexandria.

Naturalmente, tuvimos desde el principio la precaución de no copiar a la persona real, sino que nos limitamos a preparar algoritmos de minería de datos que recogieran y organizaran toda la ingente información disponible sobre Alexandria en la Red. Creamos así el personaje que el público esperaba ávidamente.  Una vez definido el concepto, la implementación técnica fue muy sencilla. Amplié la redes neuronales artificiales que constituían  el “cerebro” de mi máquina, añadiendo algoritmos de comprensión del lenguaje, todavía no mucho más sofisticados que aquellos de los que disponía Siri, pero que cumplían de sobras las tareas de clasificar las preguntas que se repetían una y otra vez en las entrevistas y chats y seleccionar una variedad de respuestas. Había que introducir, como es lógico, ciertos elementos de imprevisibilidad para evitar repeticiones sospechosas, e incluso, en algunas ocasiones, programé a Iris para que se saliera por la tangente, cambiando de tema sin venir a cuento, dejando una pregunta sin responder, o contradiciéndose ligeramente, todo lo cual era consistente con el comportamiento de la persona –absolutamente ficticia, pero eso solo lo sabíamos nosotros– que mis programas de minería habían sintetizado con gran detalle.

Así fue como nació la primera Recreación de una persona real, a la que denominé con la letra Alfa, la primera del alfabeto griego. Durante el resto de la temporada, mi flamante invento se ocupó de entrevistas, chats y clases públicas sin que el resto del mundo notara nada extraño, excepto el hecho de que la campeona se había vuelto más ermitaña y casi todos los eventos públicos en los que participaban eran puramente online. Pero ya por entonces, esa circunstancia no extrañaba demasiado a nadie y bastó con un par de estratégicas apariciones en persona para contentar a todo el mundo.

El día que Alexandra recibió su tercer trofeo de campeona del mundo hicimos público nuestro pequeño secreto, presentando en sociedad a la Recreación Alfa. Aunque el cerebro de nuestra criatura era del tamaño de una uña, decidimos que un poco de efectos especiales no harían daño a nadie y diseñamos un cuerpo robótico fabricado en titanio y polietileno, que incluía un rostro fabricado en látex y una voz que duplicaba exactamente la de su modelo.

El éxito no pudo ser más rotundo y a los pocos días habíamos recibido miles de solicitudes de artistas, políticos, hombres de negocios y famosos de la jet set, que deseaban su propia Recreación. El día que cumplió dieciséis años, Alex anunció su decisión de retirarse de la competición internacional para fundar su propia compañía, Turing Machines, naturalmente, contando con la bendición de sus padres –todavía nos faltaban dos años para la mayoría de edad– y, quizás más importante, con la bendición de todos los capitalistas de la costa Oeste. El montaje mediático incluyó un espectáculo en el que Alex y su Recreación, explicaron a un público encandilado en qué consistía la misión de la nueva compañía, intercambiaron recetas de cocina –una de las muchas falsedades del simulacro de Alex, a quien los placeres culinarios interesaban tan poco como a mí– e incluso jugaron una partida de ajedrez que terminó en tablas. Deslumbrados por los focos del escenario, nadie notó mi ausencia, como Alexandria y yo habíamos planeado. Así, el mismo día que presentábamos Turing Machines, ambos desaparecimos. Ella, ocultándose detrás de su Recreación, yo esfumándome entre bambalinas.

**

Para cuando celebramos nuestro vigésimo cumpleaños, Turing Machines se había convertido en uno de los negocios más rentables de la historia de la tecnología. La demanda no hacía más que aumentar, la producción en serie abarató los costes y las nuevas tecnologías de circuitos integrados basados en el grafeno[3] nos permitieron fabricar chips cada vez más rápidos y densos que, cada seis meses, mejoraban de manera espectacular las prestaciones de nuestras máquinas.

En poco tiempo nuestros productos, que habían empezado siendo un capricho al alcance de una minoría, se encontraban por todas partes. No había personaje público que no dispusiera de su Recreación, pero el rango de aplicaciones de estas aumentaba a ritmo vertiginoso. La primera conquista fue, naturalmente, el territorio virtual. En un abrir y cerrar de ojos, la práctica totalidad de profesores de cursos online, los asistentes de compañías de telecomunicaciones y los técnicos de comercio electrónico eran Recreaciones. Y eso no fue más que el principio. Nuestra línea Beta se especializó en Recreaciones médicas, que pronto comenzaron a complementar y, cada vez más, a suplantar a los doctores en los hospitales. La línea Gamma  produjo Recreaciones especializadas en asuntos legales y un año después de introducirlas en el mercado, las gestorías y juzgados no podían funcionar sin ellas. El punto fuerte de las Recreaciones Delta era la capacidad analítica, apreciada por igual por los militares y las compañías de análisis financiero. Las Recreaciones Épsilon fueron concebidas para sustituir a los humanos en tareas mecánicas pero muy precisas como pilotar un avión o un tren de alta velocidad. Las de tipo Lambda se comercializaban como un kit integral de electrodomésticos inteligentes controlados por un software capaz de interaccionar con su socio humano (desde el principio prestamos especial atención en definir bien los términos que marcaban la relación entre Recreaciones y humanos, evitando aquellos que pudieran sugerir posesión o dominio y prefiriendo otros, como “socio” que indicaran una relación de camaradería). Las Rho eran capaces de cocinar, ocuparse de la limpieza de la casa, gestionar la temperatura e iluminación ambiental e incluso mejorar la decoración. El siguiente modelo, la Recreación Psi, emulaba una personalidad cariñosa, chispeante y –según las necesidades– un poco ligera de cascos. El modelo regular de la Psi tuvo un éxito enorme como institutriz y acompañante de enfermos y ancianos, mientras que los solitarios de todo tipo (solteros, divorciados, viudos e inadaptados en general) nos quitaban la versión algo más casquivana de las manos.

El éxito nos enriqueció. De hecho, cuando nos casamos, con dieciocho años recién cumplidos (tuvimos la precaución de aguardar a la mayoría de edad, para evitar complicaciones legales), nuestra fortuna era ya una de las más grandes del planeta. Sin embargo, el dinero no nos importaba más allá del hecho de que nos permitía disponer de los recursos necesarios para dedicarnos a nuestro trabajo sin distracciones.

Parte de ese trabajo, era, por supuesto, manejar nuestra empresa, pero esa tarea nos resultaba relativamente fácil. Desde el principio, habíamos diseñado un sistema que permitiera que nuestras Recreaciones se hicieran cargo de las tareas más ingratas o que consumían más tiempo. Nos habíamos rodeado, además, de un excelente equipo de colaboradores, muchos de ellos provenientes de las escuelas de educación especial por las que ambos habíamos pasado. Con esa organización, nos bastaba con unas pocas horas al día para que el negocio siguiera creciendo y mejorando y nos quedaba tiempo para lo que realmente nos interesaba.

Simon Danaher Fuente: http://maghali.tumblr.com/post/21859817671/simon-danaher

Simon Danaher
Fuente: http://maghali.tumblr.com/post/21859817671/simon-danaher

Y lo que nos interesaba por igual a ambos era crear una máquina que realmente fuera capaz de pasar el Test de Turing. Una máquina verdaderamente inteligente, no una mera imitación o un idiota veloz como los programas expertos en los que se basaban la mayoría de nuestras Recreaciones.

Alex y yo compartíamos la noción de que una máquina inteligente mejoraría a los humanos, no solo en sus capacidades, sino sobre todo en su calidad moral. Al igual que mi vieja amiga Siri, una máquina no era capaz de sentir rencor, inquina, soberbia, odio, envidia, ninguna de las emociones que millones de años de evolución natural habían cableado en nuestro cerebro. Por el contrario, podíamos programar a nuestra inteligencia artificial para que desarrollara sólo los sentimientos más nobles, compasión, empatía, generosidad, abnegación. Cuando digo “programar” no me refiero, naturalmente, a implantar una serie de reglas estereotipadas, como las de aquellos robots de las novelas del siglo pasado, cuyos absurdos cerebros “positrónicos” estaban trampeados por sus amos humanos para garantizar, que se comportaran como sumisos esclavos. No, nuestro plan era muy diferente. Si podíamos crear una inteligencia capaz de aprender y si podíamos seleccionar desde el principio su aprendizaje, entonces nuestra criatura se educaría en la bondad, la confianza, la generosidad y la alegría. También le enseñaríamos, a medida que madurara, a defenderse de la irracionalidad de la extraña especie de simios dementes que dominaban el mundo (la frase era de Alex, que a menudo se refería a los humanos como la especie de monos locos con cerebros desmesurados). Para Alexandria y para mí crear una inteligencia artificial equivalía a corregir las líneas torcidas de la evolución, alumbrando un espíritu que gozara de las cualidades humanas sin tener que arrastrar sus defectos. En resumen, queríamos crear un ángel.

Continuará…

Notas:

(1) Fuente: http://www.turing.org.uk/book/

(2) Fuente: http://www.turing.org.uk/scrapbook/test.html

(3) Fuente: http://www.extremetech.com/extreme/175727-ibm-builds-graphene-chip-thats-10000-times-faster-using-standard-cmos-processes