El arte nos ha hecho ser lo que somos

El ser humano es un animal, aunque hemos de reconocer que se trata de un animal particular. Cuando Carl von Linné publicó la décima edición de su Sistema Natural (1758-1759) rompió una tradición largamente asentada al clasificar al hombre dentro del reino animal junto a otros primates. Defendía que no había nada más cercano a nosotros que las razas de monos, a pesar de lo cual empleó como nombre específico para referirse al ser humano la palabra sapiens (sabio en latín), llamando la atención sobre una diferencia importante con nuestros parientes: poseemos la capacidad –hasta ahora única­– de pensar, razonar y hablar. De hecho, los paleoantropólogos consideran que uno de los caracteres definitorios de nuestra especie es nuestra capacidad simbólica y artística (que incluye el uso del lenguaje).

En la década de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, Louis y Mary Leakey desenterraron en los yacimientos de la garganta de Olduvai, cerca del volcán Serengueti (Tanzania), las que por entonces eran las herramientas de piedra más antiguas. Sin embargo, tan importante como encontrar estos artefactos fue identificar quienes de nuestros antepasados los habían fabricado. La suerte quiso que en 1964 se descubrieran en ese mismo yacimiento los restos fósiles de un hominino cuyos rasgos eran más parecidos a los nuestros que a los australopitecos. Cuando Leakey, Tobias y Napier publicaron los resultados de su hallazgo, llegaron a la conclusión de que era necesario nombrar una nueva especie y eligieron Homo habilis (el hombre hábil) en clara alusión a su capacidad para fabricar herramientas. Esa habilidad lo encumbró a ser considerado el primer representante del género humano.

Hoy en día se cuestiona que el Homo habilis fuera el primero de nuestros antepasados en fabricar este tipo de herramientas. En cualquier caso, más allá de precisar en qué momento exacto surgió este comportamiento, no debemos perder de vista lo realmente importante: el hecho de que un hominino empezase a golpear cantos de río con otras piedras para producir lascas con filos cortantes. Se trata de un acto de un ingenio asombroso que cambió para siempre nuestra forma de pensar.

¿Podemos considerar por tanto que la fabricación de herramientas implica algún tipo de talento artístico más allá del dominio de la técnica? La respuesta a esta cuestión tiene enfrentados a los especialistas. Para identificar un objeto simbólico se suelen dividir los artefactos en dos grupos: en uno se incluyen los que tienen una utilidad práctica, como cuchillos de piedra, hachas de mano, puntas de flecha etc., que serían meras herramientas; mientras que los que carecen de alguna utilidad serían las muestras materiales de un posible pensamiento simbólico. A pesar de que esta clasificación pueda parecer sencilla, nos enfrentamos a un problema importante ya que en demasiadas ocasiones no resulta fácil saber cuál es la función de un objeto concreto o bien esa función permite distintas interpretaciones.

Por ejemplo, fijémonos en el hacha de mano de la cultura achelense que reproducimos más abajo (fue hallada en West Tofts, Norfolk, y tiene una longitud de 13,5 cm):

Museo de arqueología y antropología de la Universidad de Cambridge. (http://maa.cam.ac.uk/maa-highlights/britainireland/prehistoric/259/)

Museo de arqueología y antropología de la Universidad de Cambridge.
(http://maa.cam.ac.uk/maa-highlights/britainireland/prehistoric/259/)

La simetría que presenta el objeto es de por sí llamativa –como sucede con la mayoría de las hachas de mano–, pero lo realmente único de este caso es que quien fabricó esta herramienta escogió como materia prima un núcleo con un signo distintivo –una concha fósil de Spondylus spinosus, un molusco bivalvo del Cretácico superior– y lo fue tallando de forma que ese fósil ocupase un lugar central en la pieza resultante. Bajo mi punto de vista, su autor muestra una intención que va más allá de lo puramente funcional cuando decidió darle forma.

Cuando acudimos a los libros sobre historia del arte para ver cuándo fijan su origen, la inmensa mayoría lo sitúa en el Paleolítico superior, hace unos 40.000 años aproximadamente. De esta época datan las vívidas imágenes que muestran manadas de animales y escenas de caza pintadas en las paredes de numerosas cuevas y abrigos rocosos. Sin duda el arte rupestre es uno de los ejemplos más bellos de la capacidad simbólica de nuestros antepasados.

Hasta hace poco se defendía la tesis de un modelo “explosivo” para explicar la aparición súbita del arte y el adorno personal (lo simbólico) en el Paleolítico superior. Esta capacidad artística del ser humano moderno vendría de la mano de un aumento de su capacidad cognitiva, una especie de “cruce de cables” neurológico que permitió la creación de nuevas conexiones entre los circuitos preexistentes. Sin embargo, los nuevos datos arqueológicos indican que estos cambios se produjeron lentamente hasta que la capacidad de simbolizar estuvo bien desarrollada, y todo ello mucho antes de lo que se pensaba, incluso antes de la aparición de Homo sapiens hace alrededor de 200.000 años. De hecho, Davidson y Noble –paleoantropólogo y psicólogo respectivamente de la Universidad australiana de Nueva Inglaterra– han descrito cómo los homininos llegaron a usar cosas (dibujos, pinturas y otros objetos) para representar otras cosas (conceptos y luego palabras), planteando una coevolución entre las manifestaciones simbólicas y la comunicación: al contrario que el lenguaje, que no puede parecerse a lo que representa excepto a través de las onomatopeyas ocasionales, el dibujo o el empleo de objetos simbólicos puede hacer esa traslación y de esa forma se encuentra a medio camino entre la realidad y el lenguaje.

Primeras expresiones artísticas.

Como hemos apuntado, la simetría que presentan las hachas de piedra fabricadas hace al menos 500.000 años son al mismo tiempo una expresión de estilo y de funcionalidad. Sin embargo, podemos decir que los objetos creados única y exclusivamente por su valor simbólico u ornamental son de fechas muy posteriores y aparecieron en África y Oriente Próximo. Veamos algunos ejemplos llamativos.

Comenzaremos este breve recorrido por Berekhat Ram (Altos del Golán, Israel). En esta excavación se encontró en 1986 una venus con una antigüedad estimada de 265.000 años que constituye una de las primeras representaciones de la forma humana. Sin embargo, esta interpretación no está exenta de controversia, máxime si analizamos la pieza de forma desapasionada: podemos apreciar unas líneas que insinúan un cuerpo pero poco más.

Venus de Berekhat Ram. Tomada de d'Errico, F. y Nowell, A. (2000)

Fotografía de F. Errico y A. Nowell
«Venus de Berekhat Ram»
2000

Continuando con las representaciones humanas, la figura más antigua encontrada hasta la fecha que podemos asociar sin duda alguna a un ser humano es la llamada venus de Hohle Fels. Descubierta en 2008 en una cueva alemana, se trata de una talla femenina con unas mamas y unos genitales exagerados, y ha sido datada en 35.000 años de antigüedad.

Venus de Hohle Fels. Autor: "Thilo Parg/Wikimedia Commons" (licencia: CC BY-SA 3.0)

Fotografía de Thilo Parg
«Venus de Hohle Fels»
Fuente: Wikimedia Commons (licencia: CC BY-SA 3.0)

También en Alemania destaca el yacimiento de Vogelherd, donde se ha verificado la presencia de seres humanos de aspecto moderno con una antigüedad de 35.000 años. Este lugar ha proporcionado muestras de arte de enorme realismo y belleza como las figuras talladas en marfil de mamut: el caballo de Vogelherd o el Löwenmensch (el hombre león). Este último se encontró en la cueva de Hohlenstein-Stadel, y ronda los 40.000 años de antigüedad. Esta pieza se recuperó completamente fragmentada en unas 200 partes y su importancia radica en que representa por primera vez una criatura completamente imaginaria, parte hombre y parte león.

Caballo de Vogelherd. Tomado de Marshack, A. (1989)

Fotografía de A. Marshack
Caballo de Vogelherd
1989

Löwenmensch. Autor: "Dagmar Hollmann/Wikimedia Commons" (licencia: CC BY-SA 3.0)

Fotografía de Dagmar Hollmann
«Löwenmensch»
Fuente: Wikimedia Commons (licencia: CC BY-SA 3.0)

El carácter artístico de estas figuras es evidente. Sin embargo, mucho antes de la aparición de estas obras nuestros antepasados ya mostraban un interés por lo simbólico. Resulta de especial interés el hallazgo de pigmentos (especialmente ocre rojo) en varios yacimientos arqueológicos, concretamente en Sudáfrica, y datados aproximadamente en 300.000 años de antigüedad.

En las excavaciones se han recuperado, además de restos de este pigmento, unas conchas que servían como recipientes y diversas herramientas para su manipulación. El uso de este tipo de colorantes sólo tiene explicación si atendemos a sus fines decorativos pero, ¿qué decoraban con ellos? En los yacimientos no se han encontrado ni pinturas en las paredes ni objetos o herramientas coloreados. Si nuestros antepasados gastaron energías en la obtención de estos pigmentos –lo que exigía la perfección de las técnicas de control del fuego para lograr altas temperaturas– pero no se han localizado ejemplos concretos de su uso, solo queda una posibilidad: que se utilizaran para decorar el propio cuerpo (la piel no fosiliza y, por lo tanto, no deja rastros). Aún hoy podemos observar este comportamiento en diferentes tribus de África y Sudamérica, pero lo verdaderamente sorprendente es que en los albores de nuestra especie ya se actuase de la misma forma (es más, unos investigadores españoles sostienen que estos pigmentos pudieron suponer un aporte extra de hierro, fundamental para la salud reproductiva y el desarrollo cerebral, al consumirlos accidentalmente tras impregnarse la cara).

Otros ejemplos son los grabados de diseños geométricos en distintos materiales realizados hace entre 72.000 y 100.000 años y hallados en la cueva sudafricana de Blombos; la fabricación de punzones de hueso para hacer trajes con pieles; la utilización de conchas de caracol para hacer collares, los rituales de enterramientos descritos en los yacimientos de Border Cave (Sudáfrica), Taramsa (Egipto) y Mumbwa (Zambia) o las flautas talladas en un hueso hueco de buitre leonado y en un húmero de cisne que constituyen los instrumentos musicales más antiguos que se conocen.

Por último, los recientes descubrimientos de garras de águilas y plumas de aves en yacimientos neandertales han permitido saber que nuestros antepasados se decoraban con vistosos collares y empleaban las plumas como los hicieron los nativos americanos.

Conclusiones

Para explicar el origen del comportamiento simbólico se han planteado hipótesis relacionadas con la densidad de población: el crecimiento demográfico propició el contacto entre grupos y esto a su vez permitió la transmisión de ideas entre nuestros antepasados. De esta forma, los símbolos y el comportamiento artístico habrían servido como mecanismo de retroalimentación al cohesionar los diferentes grupos sociales. En apoyo de esta idea podemos citar las conclusiones de un estudio de Polly Wiessner donde sostiene que las historias contadas a la luz del fuego ayudaron a construir nuestra identidad social y cultural. Estos relatos sirvieron de catalizador para hacer evolucionar el pensamiento al reforzar las tradiciones sociales y cultivar la imaginación.

Y es que la facultad de simbolizar está muy vinculada a la imaginación y a la intuición, a nuestra capacidad para establecer relaciones entre lo visible y lo invisible, entre lo físico y lo intangible. Podemos decir sin temor a equivocarnos que el arte nos ha hecho ser lo que somos.

Referencias:

Burke, A. (2012), Spatial abilities, cognition and the pattern of Neanderthal and modern human dispersals. Quaternary International, vol. 247, núm. 0, p. 230-235.

d’Errico, F. y Nowell, A. (2000), «A new look at the Berekhat Ram figurine: implications for the origins of symbolism», Cambridge Archaeological Journal, vol. 10, núm. 1, p. 123-167.

Goren-Inbar, N. (1986), «A figurine from the acheulian site of Berekhat Ram. Mitekufat Haeven», Journal of the Israel Prehistoric Society, vol. 19, p. 7-12.

Kaufman, J. C. y  Sternberg, R. J. (2010), The Cambridge handbook of creativity. Cambridge: Cambridge University Press, xvii, 489 p.

Marshack, A. (1989), «Evolution of the human capacity: The symbolic evidence», American Journal of Physical Anthropology, vol. 32, núm. S10, p. 1-34.

McBrearty, S. y Brooks, A. S. (2000), «The revolution that wasn’t: A new interpretation of the origin of modern human behavior», Journal of Human Evolution, vol. 39, núm. 5, p. 453-563.

Oakley, K. P. (1981), «Emergence of higher thought 3.0-0.2 Ma B.P.. Philosophical Transactions of the Royal Society of London B», Biological Sciences, vol. 292, núm. 1057, p. 205-211.

Powell, A.; Shennan, S. y Thomas, M. G. (2009), «Late pleistocene demography and the appearance of modern human behavior», Science, vol. 324, núm. 5932, p. 1298-1301.

Riek, G. (1934), «Die Eiszeitjägerstation am Vogelherd im Lonetal. Erster Band», Die Kulturen, Tübingen, Akademische Verlagsbuchhandlung Franz F. Heine.

Rodríguez-Vidal, J., et al. (2014), «A rock engraving made by Neanderthals in Gibraltar», Proceedings of the National Academy of Sciences, vol. 111, núm. 37, p. 13301-13306.

Walter, C. (2015), «Los primeros artistas», National Geographic España, vol. 36, núm. 1, p. 2-21.

Wiessner, P. W. (2014), «Embers of society: Firelight talk among the Ju/’hoansi Bushmen», Proceedings of the National Academy of Sciences, 111, 39, p. 14027-14035.