354 palabras que cambiaron para siempre el mayor espectáculo de la historia

Nadie gana tanto dinero por hablar, al menos a nivel porcentual, que un actor de Hollywood. Por ejemplo, Arnold Schwarzenegger recibió casi 15.000.000 de dólares por su papel en Terminator 2: el juicio final. En esa película sólo tenía que poner cara de robot, moverse un poco y pronunciar 700 palabras, lo que sale a 21.428 dólares la palabra. Solo por decir «Hasta la vista, baby», se embolsó más de 80.000 dólares.

Estos salarios desorbitados no lo son tanto si consideramos la recaudación del mayor espectáculo de la historia, el llamado «arte plástico en movimiento», lo que permite, a su vez, que la película Gravity, de Alfonso Cuarón, dispusiera de un presupuesto superior a la primera misión India a Marte, lanzada el mismo año que la película (100 millones contra 75 millones).

Pero el cine no siempre es tan rentable. De hecho, en sus inicios era una empresa ruinosa que tenía los días contados. Y su falta de rentabilidad no se debía al alto coste económico que suponía cada palabra pronunciada en pantalla, sino, precisamente, porque los actores no hablaban.

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Harold Lloyd

No me grites que no te veo

Hubo dos cosas que salvaron al cine de su desaparición, allá por la primera mitad del siglo XX. La primera fueron los premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos, esos consoladores dorados llamados Óscar, que dieron un poco de lustre y magnificencia al cine, convirtiendo a los actores de cine en estrellas de cine.

La segunda cosa fue el sonido.

No cualquier sonido, sino un sonido que estuviera sincronizado con las imágenes, y que diera voz a las palabras que articulaban mudamente los labios de los intérpretes. Desde 1890, ya existían las imágenes en movimiento, como demostró Alice Guy rodando la primera película de la historia (olvidaos de los hermanos Lumiére), y también existía el sonido grabado. La cuestión es que nadie había logrado encajar ambos conceptos, tanto por una falta de visión comercial como por un escollo técnico.

El problema estribaba en la sincronización, como explica Bill Bryson en su fabuloso libro 1927: un verano que cambió el mundo: «Todos los intentos por diseñar una máquina que hiciese coincidir la voz y el movimiento de los labios se veían, sin excepción, abocados al fracaso». Y es que hacer coincidir el sonido con las imágenes no es asunto baladí, habida cuenta de que la luz no viaja a la misma velocidad que el sonido, y nuestro cerebro tampoco procesa los inputs visuales a la misma velocidad que los inputs sonoros.

Lo que sucede es que el cerebro funciona de un modo mucho más complejo, torpe y jalonado de parches evolutivos de lo que generalmente creemos. El cerebro construye el mundo, no lo refleja fielmente, y por eso podemos ser víctimas de ilusiones visuales y cognitivas sin necesidad de ser Juana de Arco. Como procesamos el sonido más rápidamente que la imagen, para que no se note nada raro el cerebro trata de encajarlo todo: espera que a lleguen todos los estímulos, nos mantiene en stand by, y cuando lo tiene montado, entonces nos hace partícipes del resultado, como un proyeccionista de cine.

En lo tocante a nuestro procesamiento visual, basta con una exposición de cinco milisegundos para que percibamos algo. Si la imagen dura menos tiempo, aunque evitemos parpadear, no seremos conscientes de nada. Si recibimos dos estímulos que presentan un decalaje de cinco milisegundos, a nosotros nos parecerán simultáneos, pero si hay veinte milisegundos de demora, entonces nuestro cerebro establecerá orden de llegada y ambos estímulos estarán separados.

En el cine, las imágenes son sucesiones de 24 fotogramas por segundo, lo que significa que cada fotograma existe durante 40 milisegundos. Cuando se trataba de sincronizar el sonido con la imagen, sin embargo, descubrieron que una simple demora de 100 milisegundos, una mísera décima de segundo, era tolerable para nuestro cerebro, que montaba correctamente la película. Sin embargo, si el decalaje era superior a esa décima de segundo, entonces nada encajaba.

Phenakistoscope 3g07690b.gifEadweard Muybridge

En resumidas cuentas, una sala de cine y lo que hay en nuestro cráneo guardan bastantes similitudes entre sí. Al igual que el cerebro sincroniza los estímulos que llegan a distinta velocidad, y que también se procesan a distinta velocidad, la sala de cine usa la tecnología para sincronizar imagen y sonido de un modo que nuestro cerebro lo interprete como tal.

Cuestión de acento

Admitiendo que reducir a un solo personaje la invención de cualquier tecnología es pecar de reduccionismo, si buscamos entronizar al creador del cine sonoro entonces ese mérito debe llevárselo Lee De Forest, un ingeniero que tuvo 216 patentes en su haber pero que nunca cosechó fama destacable alguna. El propósito de De Forest nunca fue dotar de sonido al cine, sino impulsar más eficientemente las señales de teléfono, lo que le condujo, en 1906, a diseñar una válvula termoiónica de tres electrodos o triodo, que permitía amplificar las corrientes eléctricas débiles. Lo bautizó como audión.

El audión resultó fundamental en el desarrollo de la radiotransmisión, pero también en muchos otros aspectos vinculados con la emisión de sonido. Hasta a aquel momento, todas las tecnologías que se usaban en el cine para proyectar sonido eran incapaces de reproducir diálogos que se oyeran con claridad y naturalidad en un auditorio rebosante de gente. Además, el proyeccionista debía hacer encaje de bolillos para que el sonido y la imagen estuvieran perfectamente sincronizados, porque las imágenes de las películas acostumbraban a no estar rodadas siempre a la misma velocidad: las cámaras de manivela se accionaban a mano, y era infrecuente que el tipo que le daba a la misma estuviera igualmente entusiasmado.

Desde Berlín, un tanto desvinculado del cine estadounidense, a De Forest se le ocurrió la idea de grabar el sonido directamente sobre la cinta de la película. Junto a esta idea, Warner Brothers compró su triodo para así generar un sonido fuerte y claro que se sobrepusiera a esos auditorios ruidosos y turbulentos como una asamblea sindical. Se proyectó, entonces, la película que todo el mundo considera la primera del cine hablado (aunque siendo históricamente quisquillosos no fuera así): El cantante de jazz.

En total, en esa película se pronunciaban 354 palabras, casi todas ellas por boca de uno de los actores protagonistas, Al Jolson. Y justo esas 354 palabras, además de cambiar la historia del cine para siempre, también dejaron Jolson.

El cine era caro y, comparativamente, poco rentable. El cantante de jazz le costó a Warner Brothers la nada desdeñable cifra de medio millón de dólares de la época. Aquella primera película hablada solo podía exhibirse en dos salas de cine de todo el mundo, por cuestiones técnicas, pero Warner podía asumir aquel riesgo financiero gracias a los buenos resultados de uno de sus actores más productivos, el perro Rin Tin Tin (solo en 1927, esta pastor alemán estrenaría cuatro largometrajes).

Afortunadamente para Warner, el cine sonoro no fue solo una moda pasajera, y cada vez más rápidamente se habilitaron más y más salas para proyectar esta clase de películas que mandaron al paro a las orquestas que acompañaban las proyecciones. Irónicamente, eso es justo lo que también le pasó a Al Jonson, y con él un gran porcentaje de todos los actores de la época. La razón era un poco tonta, pero tenía todo el sentido del mundo: los espectadores se habían imaginado las voces de todos aquellos actores mudos, pero nadie pudo imaginar que tantos de ellos tuvieran acento extranjero.

Y es que más de la mitad de los papeles protagonistas de Hollywood eran representados por intérpretes de origen extranjero, y solo unos pocos, como Peter Lorre, Marlen Dietrich o Greta Garbo, supieron adaptarse en aquella nueva era del sonido, tal y como explica Bryson:

Pola Negri, Vilma Bánky, Lya De Putti, Emil Jannings, Joseph Schildkraut, Conrad Veidt y muchos otros artistas procedentes de Alemania o de Europa Central eran grandes estrellas, pero solo seguirían siéndolo mientras el público no oyese sus acentos. Tanto la Universal como la Paramount estaban dominadas por estrellas y directores alemanes. De la Universal se decía, medio en broma medio en serio, que el alemán era su lengua oficial.

El shock de descubrir que tus héroes de la gran pantalla hablaban raro (lo que saca nuestro instinto chauvinista) y ni siquiera se les podía entender en muchas ocasiones (irónicamente, el mismo problema que ha arrastrado Arnold Schwarzenegger y su profundo acento austríaco), causó estragos en la profesión y un inmediato relevo actoral de origen nacional.

La historia de la sincronización de la imagen y el sonido, pues, fue un escollo técnico difícil de resolver debido a la particular forma que tiene nuestro cerebro de procesar los estímulos, en su propia sala de cine craneal, pero su resolución dio con la clave para que el séptimo arte diera un giro copernicano de ciento ochenta grados y se tornara un espectáculo de masas, tan rentable como lo es un blockbuster veraniego.