‘Cómo cambiar el mundo antes de los 30’, un libro de biografías de gente genial para inspirarnos a todos

Serendipia, azar, ecosistemas, micromotivos que generan macromotivos y otras dinámicas sociales probablemente están detrás de la mayor parte de los grandes hallazgos e innovaciones de la historia de la ciencia.

Por esa razón, no es extraño que muchas decisiones que creemos haber tomado voluntariamente en realidad sean producto de las decisiones que toman los demás a nuestro alrededor. Y, a la hora de romper moldes, lo que necesitamos para tomar tales decisiones es confianza en nosotros mismos. Esa confianza, qué duda cabe, surge de cada uno de nosotros, como individuos, pero también viene profundamente determinada por la idea que los demás se forman de nosotros. Por el contexto. Es lo que la psicología denomina «efecto Pigmalión»: actuamos en función de las expectativas que se tienen de nosotros. Por ejemplo, si somos mujeres, el estereotipo dicta que no somos solventes en el ámbito de las matemáticas, cuando ello es incierto si se realiza un test de competencia matemática sin sesgo sexual. También sucede que los afroamericanos se creen menos inteligentes, y eso aparece reflejado en los test de inteligencia que se les realizan. Sin embargo, cuando el test elimina el sesgo racial, entonces su nivel de inteligencia no es diferente al de otras etnias.

Éste es el poder del contexto, del ecosistema, de las creencias compartidas, de los estereotipos, de lo que, entre todos, creemos que se puede y no se puede hacer.

Por consiguiente, no es disparatado afirmar que son precisamente estas dinámicas sociales (y nos los individuos) las que propician los grandes hallazgos e innovaciones en ciencia. Porque es el ecosistema el que permite que existan personas innovadoras.

Según el economista de Harvard Joseph Alois Schumpeter, la innovación que implica un cambio de paradigma global siempre procede de un grupo muy reducido de innovadores. Este grupo raramente forma parte del establishment, ya que no tiene ninguna necesidad de que cambien las cosas. Este grupo de audaces avistan una oportunidad de cambio y tratan de aprovecharla, y lo hacen frente a los riesgos y obstáculos que se les presentan, sobre todo los impuestos por el propio establishment. Con una mezcla de suerte y aptitudes, amén de un ecosistema mayormente favorable, este reducido grupo da lugar a que otro grupo les emule, y después surge otro más, hasta que eso que un día fue arriesgado, revolucionario o directamente imposible se vuelve parte del nuevo orden establecido.

Estos innovadores son pocos, pero el mayor problema es que no sabemos quiénes son. Y para que salgan al exterior hay que propiciar un ecosistema en el que no se les asfixie.

Y, sin embargo, además de ecosistemas, necesitamos a referentes y héroes para inspirarnos. Necesitamos implicaros emocionalmente con tales personajes para que surja en nosotros la chispa del genio innovador. Porque estamos predispuestos a asimilar mejor una biografía que un contexto sociopolítico, una lágrima que un préstamo bancario, un eureka que un Silicon Valley. Los ecosistemas, pues, son el caldo de cultivo, pero las historias de quienes prosperaron antes que nosotros en tales ecosistemas son los revulsivos para lanzarnos a la aventura, serendipia mediante.

El objeto de este libro, Cómo cambiar el mundo antes de los 30, no es combatir esta tendencia natural por las historias antes que por las influencias sociopolíticas. El propósito es aprovechar esta tendencia, como el Aikido aprovecha la fuerza del adversario para derribarle. Ese adversario llamado Pigmalión alimentado por el síndrome de Frankenstein, el proverbial pesimismo distópico sobre nuestro futuro.

Pocos años antes de que Armstrong pisara la Luna, casi todo el mundo pensaba que llegar hasta nuestro satélite natural era sencillamente imposible. Un poco más optimista, el físico John Stewart calculó en 1940 que sólo podríamos llegar a la Luna más allá del año 2050. Solo 22 años más tarde, en septiembre de 1962, el presidente John F. Kennedy pronunció un emotivo discurso en la Rice University para convencer al pueblo de Estados Unidos sobre la conveniencia de financiar la NASA. «Elegimos ir a la luna en esta década y hacer lo demás, no porque sean metas fáciles, sino porque son difíciles, porque ese desafío servirá para organizar y medir lo mejor de nuestras energías y habilidades (…)», dijo. Y en menos de diez años, 600 millones de personas presenciaron boquiabiertos el alunizaje del Apolo 11. Este cambio de paradigma se produce cuando las historias se empujan en busca de finisterres que parecen demasiado lejanos.

A eso aspira humildemente este libro. A contar historias inspiradoras. A implicarnos emocional y psicológicamente con personajes que rompieron la baraja y transformaron radicalmente el mundo a pesar de que casi todo el mundo creía que nada podía ir a mejor. El libro, pues, es una historia personal y contextual de una serie de héroes, pero también un anzuelo para capturar peces briosos en el caudaloso río que nos arrastra. El libro es también un test sin sesgo sexual o racial. Un golpe en la mesa cuando el cofundador de Digital Equipment Corporation Ken Olsen, afirmó en 1977: «No hay razón alguna para que alguien pueda tener una computadora en el hogar». Un aliento a salir de la confortable cueva platónica para explorar el exterior, como Truman cuando traspasó el plató de televisión en el que vivía para enfrentarse a las inclemencias del mundo real en la película El Show de Truman. Un toque de corneta para levantarse y responder al anuncio insertado por Sir Ernest Shackleton en una página del Times, en 1914: «se buscan hombres para viaje peligroso. Salario bajo, frío agudo, largos meses en la más completa oscuridad, peligro constante, y escasas posibilidades de regresar con vida. Honores y reconocimiento en caso de éxito».

Una de las tantas hipótesis que explican la expansión del humanismo y la abolición de la cosificación del extranjero, la esclavitud y otras formas de miopía empática fueron las novelas que explican historias conmovedoras. El sentimiento abolicionista en Estados Unidos coincidió con la publicación de La cabaña del Tío Tom, los malos tratos infantiles en orfanatos empezaron a combatirse justo después de la publicación de novelas como Oliver Twist o, como apuntan la historiadora Lynn Hunt o la filósofa Martha Nussbaum, a finales del siglo XVIII hubo un apogeo de humanismo que coincidió con la pujanza de la novela epistolar, un género en el que el relato se desarrolla a través de las propias palabras de un personaje (generalmente al que el lector consideraba alguien inferior en algún sentido, como un miembro del servicio o una minoría étnica). Este libro de historias vívidas de personas que se enfrentaron a lo establecido a una edad muy temprana, antes de los treinta años, aspira a contribuir con su granito de arena a originar el mismo efecto en las mentes de los lectores en lo tocante al hasta dónde puede llegar la especie humana, hasta dónde pueden cambiar las cosas a mejor, hasta dónde podemos solucionar los problemas que nos acucian. Hasta dónde podemos, en definitiva. Siempre más allá. Hacia utopías quizá (en apariencia) irrealizables donde haya más amor, justicia, esperanza y calidad de vida. Y si por el camino eso despierta alguna vocación oculta en algún lector menor de treinta años que quiera ser el nuevo Edison o el nuevo Brin, será la mejor distinción de este humilde título: Cómo cambiar el mundo antes de los 30.

¡NO TE QUEDES SIN TU EJEMPLAR!