El «Grand Tour»: viajar para conocer mundo, viajar para conocerse a uno mismo

Massimo Polello Fuente: https://www.flickr.com/photos/calligrafia/3005970112/

Massimo Polello
Fuente: https://www.flickr.com/photos/calligrafia/3005970112/

Permitidme que os lleve a recorrer los viejos caminos de una época pasada. Que hagamos un viaje a través de una Europa convulsa de guerras y luchas que alumbran cambios sociales, económicos, políticos y culturales de primera magnitud. Os propongo que retrocedamos hasta los siglos XVIII y XIX para conocer el Grand Tour: el viaje que los jóvenes de clase acomodada (sobre todo británicos), emprendían para completar su educación una vez alcanzados los 17 o 18 años de edad.

Durante meses, incluso años, recorrían diferentes países de la Europa continental como un medio de prepararse para la vida adulta, para ampliar su visión del mundo y, cómo no, para prepararse para las altas tareas de gobierno que algunos de ellos estaban llamados a ejercer. Esta práctica alcanzó su apogeo en la década de 1770 y fue rápidamente imitada en otros países europeos y algunas partes de América.

Estamos ante todo frente a un viaje de iniciación y, también hay que decirlo, de esparcimiento. Pretendía servir de complemento a la educación más formal que estos jóvenes aristócratas recibían en sus lugares de origen. Otros factores influían, como la preferencia tradicional de los escoceses por las universidades holandesas, y el deseo de los católicos británicos de educar a sus hijos en el extranjero.

Los jóvenes iban acompañados de un pequeño grupo de sirvientes con un tutor a la cabeza. Éste se encargaba de organizar el tour hasta en los más pequeños detalles (tanto como lo permitían las cambiantes circunstancias de los países de tránsito y de destino): fijaba la fecha de salida, las ciudades a visitar, con quién entrevistarse (para ello se enviaban con antelación cartas de presentación), las actividades a realizar, los medios de transporte a contratar (si es que no se contaba con medios propios), los lugares donde alojarse (habitualmente casas de familiares, amigos o amigos de amigos) y, por último, la fecha de regreso.

Fotografía de la exposición «Grand Tourists and Others: Travelling Abroad Before the 20th Century»  Fuente: https://www.nottingham.ac.uk/manuscriptsandspecialcollections/exhibitions/grandtourexhibition.aspx

Fotografía de la exposición «Grand Tourists and Others: Travelling Abroad Before the 20th Century» 
Fuente: https://www.nottingham.ac.uk/manuscriptsandspecialcollections/exhibitions/grandtourexhibition.aspx

El trasfondo histórico

Para comprender realmente la complejidad de estos viajes, es útil que conozcamos la situación política que atravesaba el mundo en esta época.

En el siglo XVII se desencadenó la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), un conflicto que tuvo su origen en las disputas religiosas dentro del Sacro Imperio Romano Germánico: los príncipes protestantes se enfrentaron al emperador y sus aliados en una lucha por imponer la reforma —unos— y la contrarreforma —otros. Al final, la deflagración se extendió al resto del continente y se vieron involucrados Dinamarca, Suecia, Francia, Países Bajos e Italia. La Paz de Westfalia (1648) puso fin a las hostilidades y supuso la virtual independencia de todos los Estados que se aglutinaban en el Imperio Germánico. Del mismo modo, la guerra provocó una disminución de la población en un 30 %  aproximadamente.

A pesar de los desastres y penalidades de un conflicto tan extenso —en el tiempo y el espacio—, en términos culturales el siglo fue digno heredero del Renacimiento: es la época de genios como Galileo, Johannes Kepler, Newton, Rubens, Francisco de Quevedo, Lope de Vega, René Descartes, Diego Velázquez y Rembrandt, por citar algunos.

Las universidades seguían siendo las custodias de la cultura medieval y eran reacias a asimilar las nuevas ideas, tanto científicas como filosóficas, que surgían por doquier. De ahí que la cultura escapara del ámbito de la enseñanza oficial y pasara a manos de estudiosos libres, quienes hubieron de buscar nuevos medios para el intercambio de sus ideas: por un lado, los contactos personales —y el Grand Tour facilitó no pocos de ellos— y los intercambios epistolares —que a menudo resultan más interesantes que las propias obras impresas—.

Además, como reacción al encorsetamiento de las universidades, en la segunda mitad del siglo XVII asistimos al surgimiento de las Academias, que se convierten en «órganos oficiales» para la coordinación y transmisión de la producción científica. Hemos de tener en cuenta que cada vez resultaba más difícil la divulgación de las nuevas ideas por medio de entrevistas personales o mediante correspondencia, dado el número cada vez mayor de investigadores y el incremento de la producción científica. De esta forma, las Academias impulsaron la creación de las primeras publicaciones periódicas de carácter científico.

Así, podemos citar la Accademia dei Lincei (fundada en Roma en 1603), de la que formó parte Galileo; la Accademia del Cimento (Florencia, 1657); la Royal Society (Sociedad Real o Regia fundada en Londres, 1662) o la Académie des Sciences (Academia de las Ciencias, París, 1666).

Y así damos paso al siglo XVIII, el siglo de la Ilustración, también conocido como el Siglo de las Luces por la «declarada finalidad de disipar las tinieblas de la humanidad mediante las luces de la razón».

Europa había vivido una profunda transformación, y ahora seis Estados dominaban el continente: Reino Unido, Francia y España en el oeste; Austria, Prusia y Rusia en el este. Gran Bretaña firmó con Francia el Tratado de Utrecht (1713), que puso fin a la implicación de ambas potencias en la guerra de sucesión al trono de España; aunque la época de paz no duró mucho al estallar la Guerra de los Siete Años (1756 y 1763) donde volvieron a enfrentarse Gran Bretaña (y sus colonias americanas), Francia, España y Prusia entre varios estados europeos.

En 1776 se produjo la declaración de independencia de los Estados Unidos de América de Gran Bretaña (que ya estaba viviendo los primeros compases de la Revolución Industrial) y en 1789 se inició la Revolución Francesa. Los nuevos principios democráticos proclamados en Francia —libertad, igualdad y fraternidad— no llegaron a todos los países: precisamente, la amenaza que suponía para la Francia revolucionaria la pervivencia de gobiernos absolutistas junto a sus fronteras (cuyos monarcas vieron con horror e impotencia cómo se había guillotinado a Luis XVI y María Antonieta), trajo consigo la declaración de guerra a Austria y Prusia en 1792. Fruto de estas turbulencias, asistimos al ascenso militar de Napoleón y, llegado el tiempo, a su coronación como Emperador.

A pesar de todo, aunque la monarquía seguía ostentando el poder absoluto, los gobernantes se rodearon de científicos y artistas y se convirtieron en sus mecenas y protectores: nacieron unos regímenes autocráticos de nuevo cuño que hoy conocemos con el calificativo de «despotismo ilustrado» (no olvidemos que por entonces coincidieron en los tronos de Europa José II y María Teresa en Austria, Federico II de Prusia y Catalina II de Rusia). Linneo, Georges Louis Leclerc (conde de Buffon), Lagrange, Laplace, Vivaldi, Bach, Montesquieu, Voltaire, David Hume, Rousseau, Adam Smith, Kant, Antonine Lavoisier y Mozart son algunas de las mentes que iluminaron el mundo durante este periodo.

Finalmente, en los años que siguieron a Waterloo (1815) con la caída del régimen de Napoleón Bonaparte, la ciencia se convirtió en un tema de profundo interés para el público en general. Recordemos que por aquel entonces, Gran Bretaña está sumida en plena Revolución Industrial, y las ciudades se llenan de fábricas con las más variadas máquinas.

La física y la química, la ingeniería, la literatura, la filosofía y el arte, en suma, teoría y práctica, formaban un corpus continuo de saber y habilidad, y era muy común hallar personas que se movían con soltura en varios de esos ámbitos. El concepto de «disciplinas» distintas y compartimentadas, impuesto más tarde por las universidades y que pervive hoy en día, aún no existía.

En este mundo sumido en profundos cambios, las oportunidades que se ofrecían a los jóvenes inteligentes eran enormes, especialmente en Gran Bretaña, «una de las razones por las cuales la dinámica del cambio fue allí tan poderosa».

El Gran Tour

El conocimiento de un país, de su economía, sus estrategias de producción, sus costumbres y sus personalidades, eran datos útiles que un joven predispuesto podía utilizar muy provechosamente. En este sentido, tanto el viaje filosófico como los viajes emprendidos al servicio del Estado dieron origen a una avalancha de escritos que podemos catalogar como libros de viajes.

Es fácil imaginar, si tenemos presente la situación política del continente en la época que estamos tratando, que resultaba bastante complicado controlar todos los aspectos de un viaje con una duración tan prolongada y con los medios de comunicación con que se contaba. No nos debe extrañar por tanto que fuera necesario cambiar muchos planes sobre la marcha.

En cualquier caso, el Grand Tour clásico —si podemos llamarlo así— incluía esencialmente un viaje a París y un recorrido por las principales ciudades italianas: Roma, Venecia, Florencia y Nápoles (en orden de importancia). A partir de aquí se abría un abanico de posibles itinerarios en función de las circunstancias: influían las preferencias personales, la moda del momento y los contactos personales. Obviamente, los conflictos armados, los desórdenes políticos y la enfermedad también eran factores de suma importancia a considerar.

Centrándonos en los jóvenes británicos, la primera etapa de su viaje implicaba llegar a la costa. En la inmensa mayoría de los casos, el lugar preferido para cruzar al continente europeo era Dover, para desembarcar en Calais. Desde Calais, el trayecto hacia París se hacía por unas carreteras en razonable buen estado, con pensiones a lo largo del camino que se preparaban especialmente para la llegada de estos «turistas».

Una vez que se había disfrutado de todo lo que París podía ofrecer —y era muchísimo en todos los aspectos— la siguiente etapa del viaje tenía como objetivo llegar a Italia. La ruta escogida en la mayoría de los casos partía de la capital hacia Dijon. Mediante una diligencia se llegaba a Chalon-sur-Saône donde se podía tomar un transporte fluvial que tardaba dos días en llegar a Lyon.

Lyon, que gracias a su situación geográfica se había convertido en una ciudad próspera y centro comercial de primera magnitud, era un lugar ideal para servir de enlace entre Francia e Italia. Se podía tomar el camino al sur hacia lo que hoy es la costa azul o, como se hizo cada vez más popular, recorrer Suiza antes de pasar a las ciudades italianas por los Alpes. De hecho, hubo un importante aumento en el número de visitantes a Ginebra, que siempre había sido popular por razones educativas.

Y al fin Italia, con Roma a la cabeza, se imponía como el destino final de gran parte de estos viajeros ilustrados. No nos detendremos en analizar las maravillas que este país deparaba a los visitantes (ya que extenderíamos demasiado este relato y, en cualquier caso, aún hoy podemos disfrutar de la mayor parte de ellas), pero no faltaban las óperas, las ruinas arqueológicas, las pinturas y esculturas, y los edificios.

Giovanni Paolo Panini «Ancient Rome»

Giovanni Paolo Panini
«Ancient Rome»

Y sobre este particular, tenemos que destacar la arquitectura. Gran parte de la arquitectura británica, tanto el diseño de las viviendas y edificios gubernamentales, como la decoración de su interior, se vio influenciada por los trabajos de Andrea Palladio. Los viajeros prestaban gran atención a las construcciones de Palladio y, sobre todo en la primera mitad del siglo XVIII, visitar Vicenza —donde el gran arquitecto desarrolló fundamentalmente su trabajo— fue una parte esencial del Grand Tour italiano.

Un viajero escribió en 1717:

Sin duda hay más placer y ventajas en viajar a Italia que a cualquier otro país. Se ve una mayor diversidad en la naturaleza que en cualquier otro, además de las bellas pinturas y esculturas, pero por encima de todo, las antiguas inscripciones, las ruinas y antigüedades, que son muy curiosas e instructivas para quien se deleita en estas cosas…

Conclusiones

El Grand Tour forjó el carácter de muchos de los viajeros que se lanzaron a la aventura de recorrer los viejos caminos del continente, aunque también hay quienes han lanzado feroces críticas a lo que consideraban un simple divertimento y una pérdida de tiempo y recursos económicos.

En cualquier caso, no podemos negar que ilustres personajes de la historia realizaron estos viajes para completar su educación. Johann Wolfgang Goethe (1749–1832), Horace Bénedict de Saussure (1740-1799), Alexander von Humboldt (1769–1859) o Gustave Flaubert (1821–1880) combinaron en sus relatos escritos de estos viajes, «ciencia y emoción, exactitud y arrebato». Humphry Davy (1778–1829) consiguió permiso del mismísimo Napoleón para recorrer Europa en un viaje de trascendental importancia para su desarrollo como científico (a quien acompañó otro ilustre como Michael Faraday); y el polifacético Percy Bysshe Shelley (1792–1822) convenció a Mary Wollstonecraft, cuando pasó el verano de 1816 a orillas del lago de Ginebra, para que pusiera por escrito su novela Frankenstein, el relato de una criatura renacida gracias a la electricidad, una obra donde se aúnan el horror gótico, el idealismo utópico y la ciencia ficción.

Centenares de monumentos y ruinas arqueológicas, costumbres, formas de gobierno, creencias y prácticas sociales, se describieron y catalogaron con precisión. Los viajeros dejaron constancia de sus impresiones, evidenciando que las experiencias vividas durante el recorrido marcarían el resto de sus vidas.

Pompeo Batoni

Pompeo Batoni

Referencias

Black, J., The British and the Grand Tour, Croom Helm, 1985, p. 273.

Black, J., France and the Grand Tour, Nueva York: Palgrave Macmillan, xii, 2003, p. 234.

Geymonat, L., Historia de la filosofía y de la ciencia, Crítica, 1998, p. 738.

Gómez de la Serna, G., Los viajeros de la Ilustración, Alianza Editorial, 1974, p. 184.

Johnson, P., El nacimiento del mundo moderno, Ediciones B Argentina, 1999, p. 1087.

Le Goff, J., Los intelectuales en la Edad Media, Gedisa, 2008, p. 187.