«Pulso polar», un inquietante relato de Víctor Guisado

«Heartbeat» John Nelson

Cinturones de Van Allen rodean tus pupilas,

se esperan auroras boreales este invierno

cuando a ti llegue la luz del Sol

como llegan las olas a la playa.

Escribí los versos el último día que estuvimos juntos a orillas del mar. Todavía recuerdo el sonido de las olas rompiendo sosegadas sobre la arena, el día radiante y el azul profundo. Su risa vital y liberadora cada vez que yo decía una tontería intrascendente y la brisa marina acariciando tímidamente nuestros cuerpos. El agua helada y cristalina del mar aún me estremece cada vez que mi memoria me lleva de nuevo hasta aquel momento. El presente parecía eterno. Dejamos que la arena y el Sol quemaran nuestros cuerpos y que sólo el frío del agua nos salvara, dejamos pasar las horas sin oponer resistencia. Muy lentamente, la luz fue declinando; mientras vigilábamos mutuamente nuestros gestos y miradas, el día huía ante nosotros. Era tan fugaz como siempre, aunque pareciera que la intensidad de nuestras emociones nos anclara al presente para siempre. Nos creíamos lúcidos, como todos los enamorados, y estábamos convencidos de que no podíamos quedarnos atrás, que teníamos atrapado el instante entre beso y beso… En realidad, no era más que arena entre nuestros dedos, como de costumbre, fino sílice huidizo, un espejismo embriagador que nos había tenido entretenidos durante años, al igual que a millones antes que a nosotros. Dijimos adiós a la luz del Sol despreocupados, mientras contemplábamos juntos el mismo horizonte.

¿Cuándo empezaron a separarse nuestros caminos? Quizá a la mañana siguiente, cuando yo decidí ir a nadar y ella prefirió permanecer en la orilla. Ha pasado un montón de tiempo y no tengo respuestas mejores. Sólo un montón de quizás y posiblementes… Conjeturas. Nada. Me he preguntado durante eones ante la faz impasible del universo entero cuándo y por qué y a estas alturas no tengo un conocimiento más profundo de la naturaleza humana del que tenía en aquel momento. Los hechos son sencillos: ella nunca fue a nadar al amanecer y le encantaba comprar calendarios y agendas, yo siempre me preguntaba qué había más allá y siempre me olvidaba de los calendarios. La mayoría de la gente solía decir, en aquella época, que quería ser libre, pero lo que realmente querían era estar a salvo.

Hablaban mucho de libertad y aseguraban aspirar a ella; sin embargo, a la hora de la verdad, lo que realmente ansiaban era una rutina en la que refugiarse, la seguridad de un despertador encima de una mesita de noche bien ordenada. Durante un tiempo, caminamos juntos y le expliqué muchas historias sobre estrellas, galaxias y mundos extraterrestres. Ella me escuchaba fascinada y, a la vez, asustada. No le gustaba la inmensidad del universo, la frialdad de los abismos siderales. Las auroras boreales que rodeaban sus pupilas se enfocaban sobre mí con avidez siempre que compartía con ella los nuevos avances en la exploración del espacio, pero su interés no podía ocultar la tensión en la comisura de sus labios o, en ocasiones, el ligero temblor de sus manos. Temía quedarse sola en medio de un universo infinito. Durante un tiempo, descubrir ciudades perdidas en la selva o viajar en globo por encima de las nubes fue tan sencillo como compartir un helado, pasar página en un libro o esperar el crepúsculo hombro con hombro y en silencio. Luego hubo que tomar decisiones y pagar facturas juntos, y el descubrimiento de la Atlántida dejó de ser algo cotidiano. Unas semanas después de escribir aquellos versos en la playa, me hice piloto de prototipos aeronáuticos estratosféricos y ella optó por no reírse más conmigo, perderse por la selva de asfalto, tener hijos con otro, no recuerdo bien… Supongo que esperaba que yo renunciara a volar, pero no renuncié. Yo había nacido para volar, era mi naturaleza: volar más alto y más lejos cada día. A ella le daban miedo los aviones, le aterrorizaba perder contacto con el suelo. El universo estaba bien, siempre y cuando fuera una idea lejana. Ella quería para mí un trabajo de oficina, un horario regular, que el máximo riesgo previsible fuera cruzar la calle cada día. Yo ansiaba las estrellas.

–Si vas muy deprisa, muy deprisa, muy deprisa y frenas de golpe tu avión –solía burlarse de mi–, ¿hasta dónde llegarían tus pensamientos? ¿Hasta las estrellas?

No, no hasta las estrellas, desde luego, pero sí mucho más lejos de lo que me atreví a conjeturar yo nunca en mis respuestas. Ella no lloró cuando le explicaron que mi avión se había perdido con mi cuerpo en el océano. Sin dejar rastro. Se limitó a sentarse en una silla y a mirar por la ventana. Me hubiera gustado comunicarme con ella, decirle que ahora estaba arriba, más allá de la atmósfera, y que podía crear auroras boreales del color que ella quisiera, relámpagos y centellas tan intensos como una mirada compartida. Se hubiera reído de mi y de mi nuevo cuerpo, como solía hacer siempre; se hubiera reído a carcajadas, y eso, quizá, hubiera mitigado el dolor de no tener manos y no poder tocarla. Pero ella nunca supo interpretar mis mensajes, los consideraba fenómenos naturales, y yo nunca más pude pronunciar su nombre haciendo vibrar el aire. Perdí mis cuerdas vocales en el accidente. De hecho… perdí mi cuerpo humano entero aquel día.

Sin embargo… algo sobrevivió, contra todo pronóstico. Algo que todavía era yo, o al menos eso creo, porque no estoy del todo seguro. Puede que no fuera yo. Quizá fuera sólo una copia de mi. ¿Puedo ser quien era antes? ¿Puedo ser realmente quien era antes? ¿Puede ser mi cuerpo tan diferente de lo que era y, aun así, ser yo la persona que era? Aquellos con un cuerpo humano a lo largo de toda su vida, ¿son la misma persona de por vida? Mucho antes de que yo desapareciera de la superficie de la Tierra, se sabía que el cerebro humano podía cambiar a lo largo de la vida, incluso siendo adulto. No hablo sólo de nuevas conexiones entre viejas neuronas que sobrevivieron a la poda en los primeros años de la infancia, también me refiero a nuevas neuronas, y a nuevas conexiones entre ellas. ¿Por qué pensamos que somos siempre los mismos? ¿No será que en realidad soy otro, alguien que cree ser la persona de la cual ha heredado todos sus recuerdos? Cuando pienso en el niño que fui, no le veo como una persona diferente a mi mismo, una presencia ajena a mi dentro de mi, un extraño que habitó en mi hogar y se fue en mitad de la noche dejando atrás fotos y ropas viejas en su habitación. Los mismos sueños, el mismo desconcierto ante la vida, la misma curiosidad. Parezco yo, al menos tal y como me recuerdo. Aun así… ¿puedo decir con certeza que soy la misma persona que fui? ¿Reaccionaré de la misma manera, pensaré las mismas cosas que hubiera pensado si hubiera conservado mi cuerpo humano? ¿Seguro? ¿Cómo puedo estar seguro? Puede que el niño que yo veo como una imagen de mi mismo en el espejo sea en realidad un estado muy superficial de mi auténtica mente. Tengo la sensación de haber existido desde que el niño tuvo consciencia de sí mismo. Percibo mi propia vida no como una secuencia de fotogramas sino como una línea continua. Los ojos de mi consciencia ven un camino suave desde la infancia hasta ahora, pero quizá la vida de mi ser consciente es de hecho una cadena de muertes y renacimientos, y el hombre que escribió los versos a orillas del mar realmente murió hace mucho tiempo. No lo sé.

Hechos: estoy solo. Hay una marea continua de protones procedentes del Sol que hace vibrar mis cuerdas vocales en un rango de frecuencias al que es sensible el oído humano, y desde el primer día moldeo esas olas para que digan su nombre. Pero me falta el aire. La atmósfera. Su atención. Allí donde ahora vivo nada puede cantar más que dominando a la perfección el magnetismo. Si al menos alguna vez hubiera viajado en avión estratosférico… quizá habría podido inducirle un sueño como quien lanza al mar una botella con mensaje. Un vuelo Tokyo-Nueva York de treinta minutos habría sido suficiente. Pero ella nunca voló. Tuvo hijos, una casa y un marido oficinista con seguro médico a todo riesgo. No sé si en algún momento recordó mi nombre.

Estoy en contacto permanente con el Sol y con el núcleo de la Tierra, y mi cuerpo es sensible a rayos cósmicos procedentes de los más remotos confines del Universo. Los hombres siempre fueron tan miopes que necesitaban gafas del tamaño de ciudades para captar remotamente lo que yo veo sin esfuerzo. Pero cualquiera de ellos podría haber dicho su nombre haciendo vibrar el aire. Yo ni siquiera parezco humano. De todas formas, ya no importa: sobre la faz de la Tierra ya no quedan hombres. Hace ya mucho que gran parte de ellos dejaron el planeta, otros muchos murieron, algunos se transformaron a sí mismos en nuevas especies y también abandonaron la cuna de la humanidad. Los cinturones de Van Allen ya eran escudos protectores bastante antes de que la humanidad los descubriera; ahora para mi son una botella donde sueño, una maraña de pentagramas musicales donde vibran iones al compás de mis pensamientos, la lámpara de Aladino donde palpito de polo a polo. Cuando el Sol se convierta en una gigante roja, puede que salte desde mi atalaya al océano de plasma y bucee en las capas externas de la atmósfera solar. O puede que me deje llevar por el viento solar hasta los confines del Sistema Solar, desde donde podría entrelazarme con las líneas magnéticas de la galaxia y viajar a las estrellas más cercanas. De momento, contemplaré el cielo que me rodea y recordaré. ¿Cuánto hace de aquel día, cuando estuvimos juntos por última vez en la playa? Debe de hacer mucho, porque los artrópodos se han apoderado de nuevo de la Tierra y esta vez creo que han vuelto para quedarse. A pesar de todo, la humanidad aún no se ha extinguido en este rincón del universo, al menos no del todo todavía: quedo yo. Muchos se mofarían de mí: Tú ya ni siquiera eres un hombre, me dirían, y es verdad que no tengo pies ni tengo manos, ni corazón ni rostro. Y sin embargo… recuerdo. Sí, recuerdo. Ya sea yo aquel hombre en la playa, o no, sé que es mi memoria lo que me hace humano. Lo que aún siento cuando pienso en aquellos lejanos días, la nostalgia tal vez, tal vez los sueños.

«Geometric Beasts» Kerby Rosanes

«Geometric Beasts»
Kerby Rosanes